Trump no quiere que viajes a Cuba y no sabes lo que te pierdes
Viajar abre la mente, el populismo la machaca. ¿Qué hay detrás del intento de ‘banear’ el turismo estadounidense a Cuba?
Más allá de la revolución cubana, la alargada sombra de Castro planeando sobre la vida de la isla o la situación de los artistas, disidentes políticos y presos de ideas en Cuba -cuya cuantía ni siquiera la conocemos a ciencia cierta-, la isla ha sido históricamente un lugar donde han aflorado algunos de los mejores escritores latinoamericanos y un país que embruja, tanto por su belleza como por esa doble cualidad que tiene de vivir a caballo entre dos tiempos.
Si bien siempre ha existido un turismo “basura” -al igual que ocurre en otros numerosos países-, el viajero que explora un territorio y su cultura, lo hace con los ojos y la mente abierta al criticismo, claro está, pero también a encontrar semejanzas, a enriquecerse con los contrastes.
Ahora al cierre de fronteras impuesto por la pandemia se le une un nuevo escollo a la experiencia del viaje, el populismo político en unas elecciones en ciernes.
El presidente Donald Trump anunció ayer miércoles que a los viajeros estadounidenses no se les permitirá llevar a casa cigarros y ron cubanos o alojarse en hoteles de propiedad del gobierno allí bajo nuevas medidas diseñadas para ayudar a paralizar financieramente al gobierno de la isla.
Lo dijo en la Casa Blanca, durante una ceremonia en honor a los 20 veteranos de la fallida invasión Cubana en Bahía de Cochinos, en 1961.
Si bien su predecesor, Obama, realizó una política de apertura y relajo de las tensiones con el régimen cubano, Trump calificó estos pasos hacia el entendimiento de “débil y patético acuerdo unilateral” y le dio un matiz perverso a su decisión, alegando razones de justicia y democracia que a él jamás le habían importado, sobre todo porque, según sus detractores, ya había emprendido antes, en su faceta como empresario, negocios con la isla.
La maniobra se produjo, según AP, en un intento de Trump por ganar el voto de los cubanoamericanos en Florida, especialmente los de tendencia republicana y de mayor edad, y mientras baraja la posibilidad de elegir como sucesora de la fallecida jueza del Supremo Ruth Bader Ginsburg a la cubanoamericana Barba Lagoa.
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Si además le sumamos que Trump ya había reconocido antes, en noviembre de 2019, a los veteranos de Bahía de Cochinos y que lo ha vuelto a hacer en el marco de las elecciones y la lucha por el voto latino, el espectáculo orquestado no puede tener más hilos.
Sin el ciudadano. Mientras los demócratas califican la nueva “salida” de Trump de oportunismo electoral -y no hace falta ser analista para verlo-, la cuestión que se dirime ahora es mayor que un asunto de campaña. Atañe a la cultura como arma arrojadiza, a pretender defender la democracia a base de imponer muros, zanjas, alambradas al libre fluir de personas, es decir, de experiencias y mestizajes, que son los que han hecho evolucionar a las sociedades.
Si bien a veces de una forma “invasiva” a lo largo de la historia, el encuentro cultural es el desarrollo cultural y el turismo, a la vez que pilar económico, es un ejercicio de empatía.
En tiempos de Black Lives Matters, cuando las vidas marrones y negras y sus aliados en Estados Unidos luchan no sólo por la igualdad y contra el racismo, sino por evidenciar esas partes oscurecidas de la historia para narrar los hechos tal cual ocurrieron -o aproximarse a la verdad-, el empleo de conflictos históricos para seguir arrugando la palabra de un modo partidista debería ser tomado como una agresión a la(s) cultura(s) y a la libertad de cada individuo de decidir adónde ir y qué ver.
La pandemia cerró las fronteras, la demagogia impone nuevos cercos. El problema, desde luego, no es la gente. No es una isla. No es Estados Unidos. El problema es la perversión del “narrar” para “dividir”.
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