Google has already incorporated the Gulf of America into its maps.
Google ya incorporó el Golfo de América a sus mapas.

¿Es el Golfo de América una colonización de la posverdad?

Renombrar el Golfo de México es un esfuerzo por reelaborar el relato histórico sobre esa zona geográfica. En buen castellano a eso se le conoce como posverdad.

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El esfuerzo de Donald Trump por renombrar el Golfo de México como "Golfo de América" no es un simple capricho presidencial ni una cuestión de nomenclatura geográfica. Se trata de una manifestación de una nueva forma de colonización, donde el poder ya no solo se impone mediante la ocupación territorial o la fuerza militar, sino a través de la construcción discursiva y la manipulación del lenguaje. Reescribir la historia, dirían los defensores de la posverdad.

La primera prueba de ello es que el Golfo de México tiene una historia que se remonta a siglos antes de la llegada de los europeos. Para las civilizaciones mesoamericanas, como los mayas y los totonacas, este cuerpo de agua era crucial para el comercio, la pesca y la navegación. No se conoce un único nombre indígena que abarcara toda su extensión, pero su presencia en los códices y registros arqueológicos demuestra que su importancia era reconocida mucho antes de que los españoles lo nombraran.

Durante la exploración europea del siglo XVI, el Golfo de México fue clave en las expediciones de conquista y colonización. Hernán Cortés lo navegó en 1519 rumbo a la conquista de Tenochtitlán, y las costas del golfo se convirtieron en puntos estratégicos para el comercio y la expansión del Imperio español. Mapas de la época lo llamaban "Mar del Norte", en contraste con el Mar Caribe, pero con el tiempo se consolidó como "Golfo de México", en referencia a la capital de la Nueva España.

Con la independencia de México en 1821, el nombre permaneció en los registros cartográficos internacionales, convirtiéndose en un símbolo de la geografía y la identidad mexicana. El Golfo de México responde a una tradición que se construyó a lo largo de siglos. Así mismo, el Golfo ha sido escenario de disputas marítimas, exploraciones petroleras y conflictos diplomáticos, pero su denominación nunca había sido cuestionada seriamente hasta ahora. Intentar modificar este nombre es ignorar siglos de historia que lo respaldan y buscan arraigarlo en la memoria colectiva. Reitero, se trata de pura posverdad.

Y no se trata de un hecho aislado. En un decreto firmado recientemente, el expresidente justificó el cambio de nombre como un acto de "reafirmación de la soberanía estadounidense sobre las aguas que bañan su territorio". Afirmó que "el Golfo de América refleja mejor la contribución de nuestra nación al desarrollo y seguridad de la región". Esta decisión generó respuestas inmediatas de México y otros países latinoamericanos, quienes calificaron el acto como un gesto simbólico de apropiación territorial.

Más allá del decreto, Trump ha reiterado en entrevistas y discursos que "Estados Unidos es la potencia dominante en el hemisferio y debemos nombrar nuestras fronteras como corresponde". Ha instado a empresas estadounidenses a adoptar el nuevo término en sus comunicaciones y ha elogiado a aquellas que ya lo han implementado. Sin embargo, organismos internacionales y la comunidad geográfica han rechazado este cambio, subrayando que la denominación de cuerpos de agua internacionales no puede alterarse de manera unilateral.

Históricamente, la colonización se ha basado en la imposición de nombres para marcar la autoridad sobre un territorio. Desde Cristóbal Colón bautizando las islas del Caribe con nombres europeos hasta los británicos rebautizando ciudades enteras en la India, el acto de nombrar ha sido una herramienta de dominación. Lo que vemos con Trump es una versión contemporánea de este fenómeno: no cambia el mapa por la vía de la guerra, pero sí por decreto, con la intención de imponer una visión del mundo donde EE.UU. redefine la geografía a su conveniencia.

Trump entendió que el mundo ya no funciona como antes, porque, como diría Marshal McLuhan, ahora es una gran aldea global. La disrupción digital es un hecho que ha alterado profundamente la percepción del mundo que tienen los seres humanos. Durante siglos, el poder consistía en quién tenía la capacidad de imponer su versión de la realidad a través de la fuerza y la conquista geográfica. Sin embargo, en la era digital y de la hiperconectividad, el poder ya no radica únicamente en el control territorial o en los discursos oficiales, sino en la capacidad de dominar la narrativa en tiempo real ante una audiencia determinada.

Las elecciones pasadas mostraron que en eso, el actual presidente tiene mucha más experiencia y efectividad que sus enemigos. Hoy, más que nunca, la realidad objetiva es menos importante que la narrativa que se construye en torno a ella. En un mundo donde las redes sociales, los algoritmos y la inteligencia artificial moldean la percepción colectiva, la disputa ya no es sobre la verdad, sino sobre qué relato logra imponerse.

Trump ha demostrado ser un maestro en la construcción de relatos, desde el "Make America Great Again" hasta la idea de un supuesto fraude electoral en 2020. Al renombrar el Golfo de México como "Golfo de América", no busca un cambio en los mapas oficiales del mundo, sino generar una realidad alternativa donde la percepción (y no la geografía) juega a su favor. Es una jugada para consolidar una mentalidad nacionalista, que refuerza su base política y su idea de que EE.UU. tiene el derecho de redefinir el orden global a su medida.

El problema con esta estrategia es que ya no estamos en el siglo XIX, donde las potencias podían modificar mapas a voluntad sin mayor resistencia. Hoy, la resistencia no necesita ejércitos ni gobiernos: basta con una comunidad digital activa y conectada. Plataformas como X (Twitter), TikTok o Reddit son ahora espacios donde se disputa la "verdad", y en ellos, la credibilidad de una narrativa se decide en cuestión de horas o días. Así que la estrategia se puede convertir en un boomerang que termine golpeando a quien lo lanzó.

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