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Alejandro y Alma se conocieron en 2003 cuando ambos estaban estudiando en Santa Monica College. Los dos Dreamers se casaron y ahora tienen dos hijos, Eztli y Mazatl, que son ciudadanos estadounidenses.

Dreamers que ya son papás

A pesar de llevar años luchando por una regularización, y de tener hijos estadounidenses, muchos Dreamers siguen viviendo un futuro incierto en el país que ha…

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Una fotografía compartida en Facebook los muestra tan felices, que dan ganas de unirse a ellos. Eztli, de doce años, hace la señal de la paz con los dedos. Su hermano Mazatl, de siete, sonríe, mientras sus papás, Alejandro y Alma, hacen muecas graciosas para la cámara. Alma escribe orgullosa junto a la imagen de su familia: “My cuties”.

Alma de Jesús y Alejandro Catalán comparten, además de su amor, sus dos hijos, y su vida familiar, el estatus migratorio. Ambos llegaron a Estados Unidos siendo niños, traídos por sus familias –Alejandro de la Ciudad de México, Alma de Guerrero–, y se asentaron en California, donde empezaron a vivir la vida de cualquier otro chico de su edad: superaron el reto de aprender inglés, se graduaron de la preparatoria, y en ese momento descubrieron lo que muchos otros jóvenes de su generación: por carecer de un número de Seguro Social, por no tener documentos, les sería difícil continuar estudiando. Alma y Alejandro son parte de la primera generación de Dreamers.

Desde hace 17 años, la imagen que viene a la mente cuando se habla de los Dreamers, es la de esos jovencitos que llegaron hace unos años y que están en su camino para ir a la universidad y buscar opciones para su futuro. Pero a casi dos décadas de haberse presentado en el Congreso por primera vez la iniciativa DREAM Act, en agosto de 2001, los jovencitos para los que en ese entonces se buscaba la regularización migratoria se han convertido en adultos con una vida propia construida con esfuerzo y lucha. Y muchos de ellos, ahora en sus años treintas, ya son papás.

En Estados Unidos existen, como es sabido, 11 millones de personas indocumentadas. De ellos, tres millones y medio llegaron al país siendo menores de edad. De la fecha en la que fue presentado por primera vez el DREAM Act a ahora, dos millones más de chicos se han sumado a las filas de los posibles beneficiarios de esa ley, o de una ley similar. Los chicos que eran pequeños cuando la ley se presentó por primera vez, crecieron; y quienes ya eran jóvenes adultos en posibilidad de regularizar su estatus si la ley se hubiera aprobado, siguen aquí.

En algunos casos estos jóvenes indocumentados se han establecido como pareja con alguien que es residente legal o ciudadano de Estados Unidos, y esto les ha abierto una puerta para regularizar su estatus y tener un futuro estable para ellos y para sus hijos. Pero hay casos como el de Alma y Alejandro, que a pesar de llevar 17 años luchando por una regularización, y de tener dos hijos estadounidenses, siguen viviendo un futuro incierto.

Jóvenes convertidos en dreamers

Alma y Alejandro se conocieron en 2003 siendo ambos estudiantes en Santa Monica College, uno de los colegios del sur de California donde los jóvenes sin documentos suelen iniciar su carrera gracias a las bajas colegiaturas. Dos años antes se había presentado la iniciativa DREAM Act en el Congreso sin éxito, y aún no era un tema relevante en los medios. A nivel local, algunos jóvenes se enteraban de los posibles beneficios que podría traer la aprobación de la ley y se organizaban en sus escuelas; era la época del ICQ y de Messenger porque aún no había otras redes sociales, así que la organización se daba en persona, en reuniones informativas y creando grupos.

Alma se involucró en el activismo en esa etapa temprana de la lucha Dreamer.

–Creo que para muchos de nosotros fue muy difícil saber que éramos indocumentados –comenta la joven hoy de 35 años; pelo rizado negro, ojos vivaces y enorme sonrisa–. Algunos lo descubrimos cuando nos íbamos a graduar de preparatoria. Fue difícil de aceptar, pero fuimos a la universidad y encontramos que no estábamos solos.

La familia de Alma llegó en 1990; ell tenía seis o siete años. Recuerda vagamente el momento en el que cruzó la frontera con su hermano mayor; sus papás y su hermana ya estaban en California, así que los acompañaban unos tíos. Una subida empinada, una carrera, el sonido de caballos acercándose –supone que agentes de inmigración–, y a sus tíos cargándolos, es lo que le queda en la memoria de su llegada a Estados Unidos. Los siguientes 28 años, prácticamente toda su vida, los ha vivido aquí.

Más o menos por la misma época, en 1989, llegó Alejandro Catalán; él tenía entonces siete años de edad y llegó a través de Tijuana: su mamá, sus dos hermanos y él viajaron en autobús a esa ciudad, donde los esperaba su papá. Esa noche, les enseñó por dónde correr para cruzar.

–La frontera que yo crucé no es un gran muro –recuerda Alejandro, hoy de 36 años. Alto, moreno, de ojos almendrados y sonrisa discreta, habla con voz pausada, pero con energía–. Para mí fue como brincar unos charquitos; como si fuera un juego, pusieron madera y nos dijeron que cruzáramos un pequeño río. Nos enseñaron un McDonald’s y nos dijeron que ahí estaba el carro; cuando cruzamos, corrimos hasta ahí, nos subimos al coche y no nos movimos hasta que llegamos a Los Ángeles.

Tanto los niños De Jesús como los hermanos Catalán se adaptaron a la vida en Estados Unidos; fueron a la escuela, se graduaron de la preparatoria, y llegaron al momento de llenar solicitudes para ir a la universidad sin tener un número de Seguro Social. Algunos consejeros les dijeron que sólo les quedaba buscar trabajo o regresar a México, pero también encontraron gente que les ayudó. Así, Alma y Alejandro se encontraron en Santa Monica College.

Lo primero que los unió fue su deseo de luchar por su derecho a la educación. Se involucraron en el activismo Dreamer a través del grupo ALAS, justo en los años en los que el movimiento construía su base social y política: con los años la lucha de los chicos se hizo más amplia, más diversa, y en algún sentido más radical. Alma fue una de las primeras activistas del movimiento en participar en una acción de desobediencia civil, exponiéndose a ser arrestada y deportada.

–En esos grupos desarrollamos una fuerza juntos; nos organizamos, hicimos huelgas de hambre, nos llenamos de esperanza cuando Obama ganó su primera elección –recuerda Alma emocionada–. Firmamos peticiones por el DREAM Act, y el día de la votación en el Congreso en 2010, cuando estuvo tan cerca de pasar, no podíamos ni dormir; desde las seis de la mañana estuvimos esperando los resultados, y después, cuando no se aprobó el llanto. Pero también supimos sobreponernos.

Los jóvenes pioneros de la lucha Dreamer se sobrepusieron tan bien, que lograron convertirse en el movimiento activista más importante de los últimos años, obligando a los medios, a los políticos y a la sociedad a reconocer sus aportaciones y su presencia en el país.

El sueño de una familia

Eztli y Mazatl son unos niños felices y se nota. Eztli tiene la mirada tranquila de su papá y la sonrisa amplia de su mamá. Un video familiar la muestra en un show escolar bailando al ritmo de una canción de Bruno Mars; la chica tiene talento. En una foto reciente en el Instagram de Alma, Eztli que ya es toda una jovencita, posa frente a un mural colorido entre una imagen de la diosa azteca Coyolxauhqui y la de un colibrí. Mazatl, su hermano, tiene los rasgos de Alejandro y la alegría de su hermana. Los chicos tienen un perro que se llama Mozart.

Alma y Alejandro iniciaron su relación y su familia casi sin pensarlo. Para los jóvenes Dreamers es común que parientes o amigos les sugieran, un poco en broma y un poco en serio, que busquen una pareja que tenga la ciudadanía estadounidense para resolver su situación migratoria. Esta idea, aseguran, no cruzó por la mente de ninguno de los dos.

Cuando nacieron sus hijos, la pareja decidió que al menos uno de ellos seguiría en el trabajo activista, tarea que ha asumido Alma. Esto ha tenido un precio para su vida familiar, pero saben que trabajando por todos, trabajan también por ellos y por sus hijos.

–A veces se iba a las juntas a medianoche o regresaba tarde y yo me quedaba con los niños; queremos mantenerlos sanos y que no se preocupen de nada –cuenta Alejandro–. Pero también sentía miedo de que la pudieran arrestar, de que le iniciaran un proceso de deportación. Pensaba, ¿qué les voy a decir a los niños?

Alejandro estudió algunas clases de arquitectura y ciencia, pero ha hecho una carrera en la industria restaurantera. Pasó por todos los cargos: lavó platos, preparó comida, hizo café y después estuvo a cargo de las operaciones de una cafetería. Cuando en 2012 la administración Obama anunció DACA, la medida que ha dado protección temporal a los Dreamers con un número de Seguro Social y un permiso de trabajo, las perspectivas familiares mejoraron.

–Para nosotros DACA representó un mejor futuro: ganar un poco más del salario mínimo, mejorar la calidad de vida de nuestros hijos –dice Alejandro, quien actualmente es gerente de un café donde le pagan lo justo por su experiencia. Alma, graduada de en Estudios Chicanos por la Universidad de California Northridge (CSUN), empezó a trabajar en el sector salud, orientando a miembros de la comunidad hispana Los Ángeles.

Además de mejorar sus ingresos, la pareja pudo rentar un lugar propio, solicitar tarjetas de crédito, abrir cuentas en el banco y tramitar licencias de conducir. Ahora, dice Alejandro, existen oficialmente en el mundo económico de Estados Unidos.

Aún así, vivir con el estatus migratorio en un limbo debido a que DACA fue cancelado por Trump, es una presión constante. Ambos saben que si un día detienen a uno, el otro debe buscar que un abogado o familiar movilice a sus grupos de apoyo para evitar su deportación, como han hecho ellos mismos por otros compañeros. Pero aún sin llegar a ese caso extremo, el “simple” hecho de perder los empleos que tienen ahora, volver a trabajar “por debajo de la mesa”, sería un retroceso para toda la familia.

Alma y Alejandro han involucrado a sus hijos en el activismo y les han enseñado que los derechos civiles son para todos; pero también procuran que disfruten su infancia sin cargar con una preocupación que no es responsabilidad de ellos.

–Cuando empezó la popularidad de Trump los vimos preocupados, en especial a la niña –dice Alma–. Pensaba que nos íbamos a ir y por el pánico de separarse de nosotros nos decía que estaba preparada. Ahora ha disminuido su ansiedad, pero hay otros niños y familias que no saben cómo expresarlo.

Y mientras en Washington, D.C. los políticos siguen negociando con el futuro de estos jóvenes, de estas nuevas familias estadounidenses, los Dreamers que ya son papás continúan haciendo lo que saben hacer: trabajar por el país que consideran suyo, por el país de sus hijos.

–Merecemos estar aquí porque no conocemos otro lugar, solamente este, que es el nuestro. Hemos trabajado muchísimo, hemos contribuido a la economía de este país; nuestros padres se han dedicado a hacer los trabajos que personas con ciudadanía no harían –dice Alma–. Si no estuviéramos aquí, Estados Unidos perdería personas responsables y dedicadas, familias que saben luchar por un futuro mejor.