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Interior del Mercado Central de Valencia, España. Foto: Good Free Photos

Valencia, más allá de la paella

Esta ciudad costera española es un paraíso gastronómico por explorar.

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El viernes pasado estuve cenando en una terraza del barrio de El Carmen, en el centro histórico de Valencia, donde en los días siguientes estaba previsto el desembarco de un buque humanitario con 629 inmigrantes indocumentados, en su mayoría africanos, rescatados en el Mediterráneo.  Hacía una noche agradable, ni mucho calor, ni mucho frío, y en la calle flotaba cierto aroma a jazmín. Mi compañero de mesa, un escritor local, se ofreció a mirar el menú y a escoger por mi: ¿de entrante, además de croquetas, te apetecen unas clóchinas al vapor?

"¿Unas qué?", le pregunté, con curiosidad. Valencia es mundialmente conocida por sus arroces - la famosa “paella” tiene su origen aquí - pero las clóchinas ("clòtxines", en valenciano) eran algo desconocido para mi. “Son como los mejillones, pero más pequeños... y más buenos”, dijo mi amigo, orgulloso de descubrime la existencia de ese molusco local.

Más allá de la paella, Valencia, ciudad del levante español con siglos y siglos de historia, es un buen lugar para comer. Empezando por las clóchinas, un molusco de sabor superior a su hermano gallego, el mejillón, según los expertos gastronómicos: “Sin duda las aguas mediterráneas, las que acompañan la vida de la clóchina, son más saladas y nutritivas que las de otros más abiertos y ligeros mares, y esta circunstancia, unida sin duda a los matices morfológicos que separan el mejillón común, Mytilus edulis, del nuestro, M. galloprovincialis, son significativas, aunque por supuesto el de Valencia sea tan edulis (tan comestible, que eso significa el vocablo en latín) como el anterior”, escribía el crítico gastronómico Alfredo Argiles en La Vanguardia hace una década.

Degustamos de un plato de clóchinas al vapor, con un fino toque de pimienta, ajo y limón, seguido de un sabroso calamar a la plancha y unas croquetas de jamón, entrante tradicional en toda España. Para terminar, un helado de almendras y turrón, sabores tradicionales valencianos.

Al día siguiente, le tocó el turno al arroz. Dejé que me llevaran a almorzar a un restaurante a las afueras de Valencia, entre fincas de naranjos. De fondo se divisaba el mar y los feos bloques de apartamentos del litoral valenciano, fruto del boom inmobiliario de los últimos años. Pero allí, en medio del campo, el revolotear de las moscas era el único estorbo a la hora de degustar un delicioso arroz de setas, que nos sirvieron directamente en la paella, la sartén tradicional para hacer el arroz en Valencia, muy fina. Era un arroz cocido muy al dente, que cada comensal comía directamente  con el tenedor de la sartén, puesta en el centro de la mesa. Yo había venido con la idea de pedir “arroz a banda”, un arroz que se cuece con pescado, pero que a la hora de servirlo se retiran todos los tropezones (se dejan “a banda”). Llegamos demasiado  tarde y la cocinera dijo que se había agotado. El arroz de setas lo compensó. Dejamos la sartén bien limpia, con la ayuda de una pala de madera, que sirve para rascar el arroz que ha quedado enganchado en el fondo de la sartén (el llamado “socarrimat”).

“Valencia es el único lugar de España donde todavía puede comerse un arroz digno”, me dijo por teléfono Rafa Soto, un amigo publicista de Barcelona, de origen valenciano, a quién escribí un mensaje para darle envidia. Los valencianos en general observan horrorizados como en el resto de España (y del mundo) se sirven todo tipo de variantes de su paella y de sus arroces. “La paella no es arroz con cosas”, insisten los valencianos, cuando ven aparecer arroces demasiado cocidos con ingredientes “prohibidos”, como el tomate o la paella.

Cuando terminamos de almorzar, la cocinera del restaurante ("La Jara") salió a preguntar si nos había gustado el arroz de setas. “Con las tormentas de mayo este año hemos tenido una nueva temporada de setas”, nos explicó, lavandose las manos en el delantal. Tras asegurarle que me había encantado, me animó a volver para que pruebe el resto de arroces de la carta: de alcachofas con calamar, de cerdo ibérico con verduras,  de conejo con vaquetas, de atún rojo y espárragos verdes … “y eso son solo los de la carta de verano”, dijo la cocinera de La Jara. De postre, pedí  helado casero de canela y café -delicioso-, pero al probar el de mi amigo me di cuenta que aún era mejor el de almendra tostada con turrón.

Antes de irme de Valencia, tuve tiempo para degustar unas  berenjenas rellenas de verduras del Mercado Central de la ciudad, toda una explosión de sabores de la huerta valenciana en el paladar. El verano es la época de las berenjenas, sin duda, la verdura estrella del Mediterráneo.

“Aún me acuerdo cuando todo esto era huerta”, fue la frase que más escuché en boca de mis amigos valencianos, todavía asombrados del boom constructivo de las últimas décadas (salpicado de una buena dosis de corrupción).

Me despedí del hormigón valenciano sin tener tiempo para tomarme una buena horchata, la tradicional bebida fría elaborada con chufa, que tiene aspecto parecido a la leche. La chufa es un tubérculo de forma rugosa y redondeada, con un cierto color a tierra, que se cultiva desde hace siglos en Valencia y gran parte del África subsahariano. En España se consume principalmente en la costa de levante - Cataluña, Valencia, Murcia - y se bebe sola, o acompañada de helado. Una de mis combinaciones favoritas es el llamado “cubano” (sí, un nombre de connotaciones racistas), consistente en una bola de helado de chocolate sumergida en un vaso de blanca horchata.

Nota: no hay que confundir la horchata valenciana con la horchata de arroz, la tradicional bebida mexicana, también muy extendida en otros países de Centroamérica como Guatemala, Honduras y El Salvador.