Sin maíz, no hay país
Numerosos términos de alimentos que hoy forman parte de nuestro vocabulario habitual tienen su origen en lenguas indígenas de Latinoamérica que se incorporaron…
Sin maíz, no hay país, escribió el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Y sin maíz probablemente no se entendería Latinoamérica y gran parte de la cultura hispana. Pero maíz, una palabra de origen indígena, como aguacate, ananás o maní, no hace tanto tiempo que pertenece al vocabulario español, ni tampoco al de otros idiomas de origen europeo.
“Muchos de estos nombres de alimentos entraron a Europa por vía de las crónicas de los exploradores españoles en el continente americano”, explica Emma Martinell, doctora en Filología Hispánica de la Universidad de Barcelona y una de las autoras del libro De América a Europa. Denominaciones de alimentos en lenguas europeas, que acaba de publicar editorial Iberoamericana.
Una atención especial se merece el explorador y antropólogo jesuita del siglo XVI José de Acosta. Su obra, Historia natural y moral de las Indias, publicada en 1590 y traducida a varios idiomas en los años siguientes, “trata de las cosas notables del cielo, plantas, ritos y ceremonias de los indios, sirviéndose de voces indígenas de los distintos territorios del Nuevo Mundo, y haciendo uso de abundantes voces amerindias de las zonas antillana, mexicana y andina, explica Martinell. Entre ellas encontramos: papa, yuca, chocolate, ají, maíz, guava, tomate, etc.
Para la denominación del maíz es importante lo que Acosta escribe en su libro sobre el pan de Indias, hecho de maís, también llamado “trigo de las Indias”, pues “ningún género de trigo se halla que tuviesen”, escribió Acosta.
“Concebimos este libro como un homenaje a las lenguas panamericanas”, explica Martinell. “Y ahora tiene más sentido, teniendo en cuenta el auge de la inmigración latina en Europa y Estados Unidos, y con ella, la llegada de la cocina latinoamericana al mundo: cebiche, guacamole, tortillas… También tiene que ver con la moda del slow food, la cocina de proximidad. La gente quiere saber el origen de lo que come”, añade la reconocida filóloga barcelonesa.
Martinell escribió el libro junto a una de sus exalumnas de Doctorado, la islandesa Erla Elrendsdóttir, que investigaba la llegada de voces indígenas a los idiomas europeos a través del español. Erla, por ejemplo, siguió el trazado de la palabra maíz desde su primera mención en las crónicas de Acosta hasta que es traducida al danés, y de allí, al islandés. En total, transcurrieron 178 años.
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“El español fue ensanchándose para dar cabida a nuevos referentes, adaptados del léxico amerindio”, explica Antonio Torres, experto en historia del español de la Universidad de Barcelona y colaborador del libro.
Torres explica que muchos nombres de alimentos que los colonos españoles descubrieron en el Nuevo Mundo se formaron obedeciendo a una lógica sencilla: o bien eran simplificaciones de una palabra indígena demasiado complicada de pronunciar – āhuacatl, por ejemplo, se convirtió en aguacate - o bien eran bautizadas con el nombre de un objeto parecido, como por ejemplo, la fruta ananás, que se llamó piña, por su parecido con la piña del pino piñonero.
El tomate, ahora un producto esencial en nuestras dietas, tenía al principio un aspecto amarillento, lo que le ganó el nombre de “manzana dorada”. En italiano hoy todavía se conoce como pomodoro. El pavo, ave desconocida en España, se llamó “gallo de Indias”, como se denomina todavía en catalán.
El español fue ensanchándose para dar cabida a nuevos referentes, adaptados del léxico amerindio
Estudiar el origen lingüístico de los alimentos “sirve para entender cómo la historia política ha determinado la implementación y consumo de diversos alimentos en Europa”, dice Martinell. Por ejemplo, la patata, traída de América, era un producto muy poco consumido. Fueron los curas que animaron a la población europea a plantar patatas para combatir la hambruna.
Otro caso interesante es el aguacate, una adaptación de la palabra original del náhuatl, āhuacatl, o “palta” en quechua (como todavía se denomina en Argentina, Venezuela o Colombia). La primera vez que se documenta el término es en 1519. “Para los españoles era demasiado complicado de pronunciar, así que al principio la llamaron “pera de las Indias”, explica Martinell. Pero también la llamaron “avocado”, y de allí “aguacate”. En Jamaica, entonces colonia inglesa, los viajeros del siglo XVII la llamaban “Spanish pear” o “alligator pear”, por su piel rugosa. “En el siglo XIX también llegó al llamarse “butter pear”, o “la mantequilla de los pobres, (poor man’s butter, sailor’s butter), ya que en tierras caribeñas era difícil encontrar aceite y se usaba en su lugar aguacate”, añade Martinell.
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El aguacate llegó a llamarse "butter pear" o "poor man's butter", la mantequilla de los pobres.
“Este enfoque más transversal del libro te permite aprender un poco de historia, de política, de literatura, de aventuras y naufragios…”, dice Martinell, que nunca se ha considerado una filóloga pura y dura. Hija de una bibliotecaria y amante de la lengua desde pequeña – “en la escuela me encantaban los ejercicios de sintaxis”, dice – Martinell estudió Filosofía y Letras en Barcelona hace más de 50 años y desde entonces su vida ha transcurrido en el ámbito académico. “Trabajar con estudiantes te mantiene joven”, bromea. Su interés por el español, “un idioma abundante y rico, con una expansión que llega a los 500 millones de hablantes”, la empujó a investigar su fuerza como vehículo de formación de otros idiomas.
“Dicen que la descubierta de Latinoamérica fue una revolución, pero fue sobre todo el regreso”, dice Martinell. “En el fondo, estamos hablando de los indicios de la globalización”.
Y esto cobra especialmente importancia ahora, con las migraciones latinas en aumento. “Solo hay que ver cómo los productos latinos llenan supermercados y colmados, se pone de moda la cocina fusión… “la modernidad es eso”, dice Martinell. Incluso trasforma el paisaje: los aguacates ahora se plantan en lugares donde antes no había, como Israel, añade.
“A través de la comida, los inmigrantes evocan la lengua materna, o sus orígenes”, dice Martinell. Y eso cobra especial importancia entre los de segunda o tercera generación, cada vez más desarraigados.
El poema de Richard Blanco fue un elogio a la unidad de los EE.UU. desde una voz hispana
“EEUU es uno de los lugares donde el español evoluciona mas rápido. La fuerza de la lengua española está ahí”, dice Martinell. Prueba de ello, recuerda Martinell, es que Obama eligiera al poeta de origen cubano Richard Blanco, para la ceremonia de inauguración de su segundo mandato, en 2013. “Su texto fue un elogio a la unidad de los EE.UU. desde una voz hispana”, dice Martinell en referencia al poema “One Today”. Blanco, criado y educado en Miami, se convirtió en el primer escritor latino, inmigrante y gay en tener el honor de ser poeta inaugural.
Martinell es consciente de que su pasión por el estudio de la lengua española no es un fenómeno de masas, especialmente en la era de las tecnologías y las ingenierías y que las facultades de filología han visto mermar el numero de alumnos en sus aulas. Sin embargo, está convencida de que, si desde las universidades se impulsa un enfoque más transversal y multidisciplinar, “más humanístico” de los estudios de lenguas – éstos volverán a tener salida.
“En los últimos años se han popularizado las enseñanzas universitarias que ofrecen más salidas profesionales - al menos en Europa -, pero yo creo que la idea de que tus estudios han de servir para encontrar trabajo es rotundamente falsa, además de que produce desasosiego”, explica Martinell.
Para la profesora barcelonesa, las últimas décadas han estado marcadas por un exceso de “especialización” en las facultades de humanidades. Más que especializarse en literatura o filología hispánica, Martinell cree que deben impulsarse conceptos como los “Hispanic studies”- que engloban una perspectiva más amplia, desde historia, a literatura, política o cine.
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