Lo que nos enseña Afganistán | OP-ED
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Que me perdonen los entusiastas pero yo ya perdí la fe en la humanidad. No solo no fuimos capaces de lograr avances colectivos como especie sino que nos perdimos en realizarnos individualmente. Peor aún, seguimos creyendo en un “progreso”, una línea recta en ascenso donde podemos mirar con prepotencia por el espejo retrovisor.
Damos cátedra de cómo debemos vivir, organizarnos… recientemente, el capitalismo nos sumió en una desigualdad escandalosa bajo el pretexto de una falsa libertad, y el experimento del comunismo que consistía en crear un nuevo humano y cuyo mecanismo era hacer creer a todos que el blanco era negro y el negro era blanco, si el partido lo exigía, resultó en un esquema totalizador insoportable. Cualquier otra opción fue brutalmente aplastada.
Y aun así, somos hijos y nietos de estos dos modelos, y terminamos consumidos por un esquema maniqueo del bien contra el mal y nos invitan -más bien nos conminan- a una cruzada por su defensa. ¿O es que lo que ha sucedido en Afganistán no es meterse en camisa de once varas?
¿Teníamos que haber respaldado a la Unión Soviética cuando les tiró los tanques a los afganos para combatir a los defensores del Corán? ¿Quién puede sacar pecho y decir que Estados Unidos, en su “papel civilizador”, tuvo una ocupación heroica en ese país?
Claro que tiene sentido enarbolar las banderas de los derechos humanos, civiles y fundamentales, pero los problemas sociales e individuales no pueden ser simplificados, como lo hacemos hasta el cansancio. Sí, amigo lector, la complejidad fue enterrada y el pensamiento perdió ante la propaganda de lado y lado. Los líderes juegan con la verdad y la mentira y siembran en sus seguidores una mezcolanza destructora. Lo peor, mis estimados, es que enseñamos a los niños a odiar y así seguimos condenados a un círculo de violencia.
¡Cómo les encanta decir que los muyahidines, en su momento, o los rebeldes, algunos del talibán, son el demonio! No me malinterpreten, por favor, claro que estamos hablando de unos matones, pero, ¿quién los empujó al fanatismo una y otra vez?
Mientras yo nacía en la navidad de 1979, no sin amenazas de mi madre que pedía un tamal en el hospital -so pena de no hacer el trabajo de parto-, una parte de la 105 División Aerotransportada del Ejército Rojo desembarcaba en Afganistán. Las tropas terrestres llegaban a Kabul, la capital del país, dos días después, con el objetivo de apoyar al gobierno procomunista, de sovietizar el norte de Afganistán, de echar a la población de las provincias orientales y construir bases militares al oeste y al sur de ese país. La reacción del ‘santo’ y posterior nobel de Paz, Jimmy Carter, ya estaba en marcha. La revolución islámica iraní al mando del ayatolá Jomeini, expulsó a los estadounidenses, y la resaca del petróleo que dejó, llevó al oriundo de Plains, Georgia, a acercarse a Muhamed Zia Ul-Haq, presidente de la República Islámica de Pakistán.
Pueden consultar los detalles en el libro que hizo Mylène Théliol sobre la Guerra de Afganistán. Se los recomiendo porque se cuida mucho de presentar hechos y no opiniones. El caso es que así me recibió este mundo, en un juego de ajedrez ajustado a la guerra fría, donde las dos superpotencias narcisistas seguían polarizando el mundo.
Este agarra Latinoamérica, Arabia Saudita, el sur de África… el otro agarra el norte de África, Mongolia, Laos, Camboya… ¿y por qué Afganistán? Además de su hambre ideológica, para Estados Unidos representaba un punto estratégico de control y desestabilización de sus enemigos y para la URSS significaba el acceso al Océano Índico y las reservas de petróleo de Oriente Medio.
Está claro que la guerra no entiende de razones, y al apoyo soviético al poco influyente partido comunista afgano, y a la colectivización de tierras, el campesinado reaccionó con furia. Sí, apreciado lector, por favor léalo despacio, al inicio solo eran campesinos defendiéndose de una ocupación extranjera. Que le iba a importar a la URSS, que Afganistán fuera un collage de pueblos y etnias muy distintas –son pastunes y sunitas, pero también tayikos, hazaras, uzbecos, kirguises, kazajos, baluchis y nuristaníes, además chiitas, sufis y aquí nos podemos quedar-, y lo único que los unía, aun lo hace, es el Islam. El conflicto, por supuesto escaló y todas las etnias fueron empujadas a una yihad. Pero a esos musulmanes había que atacarlos con todo, con bombardeos, con químicos, y con la especialidad soviética, la tierra arrasada. Que no quede nada de comer, nada de tomar, un techo donde pasar la noche.
Fueron 10 años de bala ‘ventiada’, con el Ejército Rojo perdido y más perdido, llevando artillería pesada apta para la estepa pero no para las montañas. ¡Sorpresa! Afganistán es el Himalaya. Por supuesto el Islam fundamentalista se armó y se entrenó cortesía de Pakistán, Arabia Saudita, y… y… Estados Unidos, sí. A que no sabíamos que Reagan entregó un cheque en blanco a los muyahidines para su guerra, y la CIA se encargó de lo demás. Un empleado, un tal Osama Bin Laden se encargó de montar un ejército de saudíes, yemeníes, argelinos, egipcios, tunecinos, iraquíes y libios. Mientras tanto yo, mal estudiante como ninguno, fallaba mi entrada al bachillerato.
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Esa guerra acabó para la URSS cuando la batería antiaérea americana descuartizó a los helicópteros rusos. Su retirada, dejó a los afganos en plena guerra civil, y al imperio, en medio del glasnost y la perestroika, en un naufragio inevitable, así de simple, hizo agua.
Svetlana Aleksiévich, en su libro Los muchachos de zinc, recoge los crudos testimonios de unos soldados que regresaron a su país locos, desubicados y sin futuro. “Afgán me ha curado. Me ha liberado de la fe que lo nuestro siempre es correcto, de que los periódicos y la tele dicen la verdad”, cuenta un soldado de la infantería motorizada.
La ocupación estadounidense, por su parte fue un tiro por la culata, con el pretexto de acabar con el talibán –ojo, que de ellos no se hablaba antes de 1994- y de encontrar al ex amigo Bin Laden, tomaron el control de Afganistán.
En resumen, en 20 años, EE.UU solo logró algunos oasis blindados en la capital y un mazacote sin control en las provincias, pero en cambio Afganistán se consolidó como gran productor de heroína y opio, y el narcotráfico y la corrupción están a la orden del día.
El gobierno de Biden, ahora le pide permiso al gobierno talibán, -el demonio, más extremista que en la guerra contra la URSS- para sacar a sus tropas y a los colaboradores que puedan.
Ahora con dos hijos, con barriga, sin pelo, y con la ayudita de una molécula recientemente aprobada por la FDA, veo cómo, ante la caída de EE.UU, las nuevas aves de rapiña se abalanzan sobre los afganos. Resulta que su territorio es rico en minerales. Leo que un documento del Pentágono calificó a Afganistán como la Arabia Saudita del litio, con lo que China se babea como un pequeñín. Así es que fabrican los celulares que usted y yo tenemos. Un agravante, China tiene menos asco a la inseguridad actual y a la debilidad del marco legal afgano.
¿Ahora me entienden por qué perdí la fe?, ¿por qué miro con un tierno desaire a los entusiastas? Solo queda la reflexión como salvaguarda y único antídoto, o ni eso, como Rubem Fonseca tituló uno de sus libros de novela negra: “Y de este mundo prostituto y vano solo quise un cigarro entre mi mano”.
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