[OP-ED]: El fondo nacional de sobornos
Sin duda, el anuncio del gobierno de Trump del presupuesto de 2018 iba a producir una conmoción política.
Después de todo, no es habitual que la Casa Blanca proponga drásticos recortes en los gastos de diversas agencias: para 2018, la Agencia de Protección del Medio Ambiente vería sus gastos reducidos en un 31 por ciento; el Departamento de Estado, en un 29 por ciento; el Departamento de Educación, en un 14 por ciento y el Departamento de Transporte, en un 13 por ciento.
Inconcebible, gritaron los críticos. Hay programas buenos que no serán financiados. Sin duda, es cierto. Pero tampoco se financiarán algunos programas ineficaces y poco importantes. El horror automático del Congreso y (sí) de los medios ante el recorte de gastos revela uno de los motivos centrales de un déficit presupuestario crónico. Hay falta de voluntad de ambos partidos para contestar la siguiente pregunta: ¿Para qué está el gobierno?
En una época, antes de la Segunda Guerra Mundial, existía un amplio consenso para que el gobierno estuviera limitado. En 1929, los gastos federales representaban el 3 por ciento del producto bruto interno; ahora, representan el 21 por ciento. Financiar los gastos pagando sobre la marcha era un método que también gozó de amplio apoyo. Si se necesitaban más servicios del gobierno, debían ser cubiertos por ingresos fiscales más altos. Existía una “constitución fiscal no escrita”, escribe Bill White en su libro, “America’s Fiscal Constitution”.
Según White, el gobierno adquiría préstamos sólo por una de estas cuatro razones: guerra, comenzando con la de 1812; depresión, comenzando con el pánico de 1819; expansión geográfica (la Compra de Louisiana de Jefferson); y preservar la unión (la asunción de las deudas de los estados después de la Revolución). “Durante casi dos siglos, el presidente y el Congreso nunca planearon en incurrir en deudas,” escribe White, “simplemente en reducir impuestos o pagar los gastos rutinarios anuales.”
Eso cambió gradualmente después de la Segunda Guerra Mundial. El cambio esencial ocurrió a principios de los años 60, cuando el presidente Kennedy aceptó el consejo de sus economistas de que los recortes fiscales incentivarían el crecimiento económico, aunque el presupuesto ya estaba en déficit. La suposición era que un crecimiento económico continuo generaría ingresos fiscales más altos para pagar los programas nuevos.
Pasamos de un gobierno limitado a uno abierto. Todo grupo que pudiera juntar los votos obtenía asistencia federal. El gobierno operaba un ferrocarril (Amtrak), promovía la TV “pública”, subsidiaba a los agricultores y mucho más. La disciplina de los gastos se erosionó. El problema fue que la suposición central—que el crecimiento económico rápido financiaría automáticamente nuevos programas gubernamentales—fue excesivamente optimista.
No importa. Consideremos el contraste entre la última mitad de los siglos XIX y XX. Después de la conversión de Kennedy, el gobierno federal tuvo déficits todos los años, desde 1963 hasta 1997, excepto uno (1969). Después de la Guerra Civil, la respuesta fue muy diferente. La deuda sumaba la asombrosa cifra para entonces de 2.700 millones de dólares. White informa que el gobierno tuvo excedentes todos los años desde 1866 hasta 1893.
Debemos revertir al papel del presupuesto como ejercicio de decisiones políticas y no como instrumento de política económica. Eso no significa ignorar la economía y tratar vanamente de balancear el presupuesto durante las recesiones. El difunto economista Herbert Stein decía que cuando la economía se acercaba al “pleno empleo”, el presupuesto debía acercarse al balance. Sigue siendo una buena regla. Bueno, con la economía ahora cerca del pleno empleo, el déficit excede 500.000 millones de dólares.
Necesitamos un gobierno limitado no en el sentido de un gobierno más pequeño—eso es imposible—pero en el sentido de un gobierno que se concentra y respeta límites acordados. ¿Qué funciones debe llevar a cabo el gobierno? ¿Quién merece beneficios y por qué?
La narrativa normal de Washington echa la culpa a los republicanos por la parálisis del presupuesto, porque rechazan impuestos más altos. Es cierto sólo a medias. Los demócratas obstaculizan una discusión franca al desechar los recortes para los beneficios del Seguro Social, Medicare y Medicaid. Esos programas constituyen más de la mitad de los gastos federales actuales y dos tercios del crecimiento hasta 2027, según proyecta la Oficina de Presupuesto del Congreso. Al no poder tocar esos rubros, se desplazan otros programas, tal como lo muestra claramente el presupuesto de Trump.
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Trump ofreció algunas propuestas buenas y otras malas; pero al menos ofreció propuestas. Debemos avanzar más. He aquí lo que deberíamos hacer.
Primero, determinar cuánto debemos gastar en Defensa. (Con un 15 por ciento del presupuesto, en mi opinión es demasiado poco.)
Segundo, hay que recortar gradualmente programas para los ancianos reduciendo los beneficios de los ancianos prósperos y elevando las edades requeridas. Preservar la mayor parte de la red de seguridad, aunque no toda.
Tercero, eliminar—otra vez gradualmente—los programas marginales e ineficaces, desde Amtrak hasta los subsidios agrícolas y las subvenciones a la difusión de radio y televisión. Esos recortes quizás no reduzcan el gobierno pero liberarán fondos para programas más importantes, como investigaciones y Defensa.
Cuarto, encontrar un nuevo impuesto (mi candidato: el carbono) cuyo lento aumento cerraría los considerables déficits restantes después de los recortes de gastos y aumentos.
La posibilidad de que el Congreso apruebe algo así es ínfima. Hemos utilizado el gobierno como un fondo masivo de soborno para cualquier causa o interés que parezca popular. Ese descuido es ahora parte de la urdimbre social y política. Necesitamos un líder que pueda modificar la opinión pública y reconciliar a los norteamericanos con la necesidad de tomar decisiones; muchas, poco populares. Esa persona no está a la vista.
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