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En un mundo de megalópolis que han dominado la narrativa del progreso, emerge una tendencia que va a reconfigurar, silenciosamente creo yo,  el tablero del desarrollo urbano global. Las ciudades intermedias, esos núcleos urbanos que navegan entre la agitación metropolitana y la tranquilidad rural, están emergiendo como protagonistas de una nueva era de urbanización más equilibrada y sostenible.

Mientras ciudades como São Paulo, Ciudad de México o Bogotá continúan expandiéndose vertiginosamente, atrayendo miradas y recursos, más de 10.000 ciudades intermedias en el mundo albergan a más de la mitad de la población urbana global. El 54% de la población mundial reside en ciudades de menos de 500.000 habitantes. En América Latina y el Caribe, aproximadamente 645 ciudades de entre 500.000 y 2 millones de habitantes son hogar de 205 millones de personas, casi 4 de cada 10 habitantes de la región.

El atractivo de estas urbes medianas va mucho más allá de las estadísticas. Como experiencia y habiendo crecido en el caos ordenado de Bogotá, puedo dar testimonio del agotamiento que produce la vida en una megalópolis. Cada mañana, el despertar viene acompañado del estruendo incesante de motores, las bocinas impacientes, y el ritmo acelerado de millones de personas corriendo contra el tiempo. El horizonte, una muralla de concreto que apenas permite vislumbrar fragmentos de cielo entre edificaciones cada vez más altas. Los árboles, convertidos en monumentos excepcionales en medio del gris predominante.

Las ciudades intermedias ofrecen una alternativa seductora, entre ellas, la posibilidad de habitar espacios donde el desarrollo urbano no significa necesariamente alienación de la naturaleza o pérdida de calidad de vida. Son puentes entre mundos aparentemente distantes, creando conexiones vitales entre zonas rurales y grandes centros urbanos. Para las poblaciones rurales, representan oportunidades de acceso a servicios básicos como educación, salud y administración pública sin la necesidad de lanzarse al abismo de las megalópolis.

Un estudio del Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural revela que la presencia de una ciudad intermedia en un territorio rural-urbano está asociada con mayor crecimiento económico en países como Chile y Colombia, y con reducciones significativas de la pobreza en México. Estas ciudades actúan como catalizadores del desarrollo territorial, ofreciendo mercados para productos locales, servicios especializados y oportunidades de empleo que trascienden las economías tradicionalmente rurales.

Lo que distingue a estas urbes es su capacidad para mantener equilibrios que las megalópolis han perdido. Su escala humana permite planificaciones urbanas más coherentes, donde la movilidad no consume horas preciosas de vida. El acceso a la naturaleza no es un privilegio sino una característica inherente. Las interacciones sociales mantienen cierto carácter comunitario sin caer en el anonimato metropolitano. La contaminación, aunque presente, no alcanza niveles asfixiantes.

El desarrollo de ciudades como Palmira en Colombia ejemplifica este potencial. Su conexión con centros de investigación agrícola y su enfoque en sistemas alimentarios sostenibles la posicionan como un núcleo de innovación que beneficia tanto al entorno urbano como a las zonas rurales circundantes. Las ciudades intermedias pueden especializarse y crear identidades únicas, evitando la homogeneización que caracteriza a las megalópolis globales.

Las ciudades intermedias no se definen únicamente por su tamaño demográfico. Su esencia radica en las funciones que desempeñan como algunas son mercados regionales, otras centros de servicios, capitales regionales, polos de desarrollo económico, centros turísticos o nodos de comunicación. Esta diversidad funcional les permite adaptarse a las necesidades específicas de sus territorios, generando soluciones locales para desafíos macro.

Frente a crisis globales como el cambio climático, la pandemia de COVID-19 o las migraciones masivas, las ciudades intermedias han demostrado mayor capacidad de adaptación y resiliencia. Su menor densidad poblacional y su relación más directa con los entornos rurales facilitan transiciones hacia modelos económicos más sostenibles, como la bioeconomía o la economía circular.

El flujo migratorio hacia estas ciudades constituye una oportunidad para repensar el desarrollo territorial desde una perspectiva más equilibrada e inclusiva. Lejos de ser espacios de transición o ciudades "en desarrollo", representan un modelo urbano alternativo con ventajas intrínsecas. Su creciente protagonismo nos invita a reconsiderar nuestra concepción del progreso urbano, donde "más grande" no necesariamente significa "mejor".

La próxima vez que contemple el horizonte congestionado de Bogotá, imaginaré un futuro diferente en alguna ciudad intermedia, donde el progreso se mida no en altura de edificios o volumen de tráfico, sino en calidad de vida, cohesión social y armonía con el entorno. Quizás sea hora de reconocer que el verdadero desarrollo urbano no consiste en construir ciudades cada vez más grandes, sino espacios más humanos donde la vida pueda florecer en equilibrio.

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