El Verdadero Precio de Transformar la Humanidad en Capital
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Durante nuestras últimas ediciones hemos dado espacio al debate sobre el trabajo esencial, sobre la transformación de prioridades producto de la pandemia del COVID-19, y sobre la puesta en evidencia de los fallos estructurales en el sistema social del que formamos parte.
No se trata de una apología a las comunidades frecuentemente marginalizadas sino, con suerte, todo lo contrario.
Ha sido un esfuerzo por reevaluar el orden social establecido –con o sin nuestro consentimiento– donde el individuo vulnerable es tan fundamental como dispensable, en una economía que ha tergiversado el concepto de capital humano.
En nuestra edición de esta semana, por ejemplo, hablamos del doble riesgo al que están expuesto los trabajadores indocumentados durante la pandemia del coronavirus.
Específicamente en el caso de los jóvenes llegados al país cuando eran niños, llamados Dreamers y quienes habían contado con la protección del Programa de Acción Diferida instaurado por la administración Obama, hasta el cambio de administración.
Son individuos criados, educados, formados y profesionalizados en Estados Unidos. Más aún, son personas en las primeras líneas de la pandemia y, con frecuencia, el sustento de sus familias.
Sin embargo, viven bajo el miedo de ser deportados en el momento en el que la Corte Suprema de Justicia se alinee con la Casa Blanca y ponga fin al programa.
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No nos mintamos: cuando DACA se aprobó, la lógica tras la compasión era precisamente la inversión en capital humano. El gobierno sabía que una fuerza laboral de 800.000 personas no era nada despreciable, en especial si se les exigía educación e incorporación al mercado de trabajo.
La brillante idea que conceptualizó Gary Becker, y que eventualmente le ganaría el Premio Nobel, tiene un precio catastrófico cuando debemos responder como sociedad a una crisis de salud pública que no puede ser resuelta con una lógica económica.
La naturaleza “elástica” o “fluida” del capital humano ha permitido que se borren sistemáticamente los nexos sociales, transformando a las personas en objetos desechables.
En otras palabras, cuando el sistema se da cuenta de que el trabajador es dispensable, eliminable o sustituible, le descarta, de la misma manera en la que los trabajadores –llamados “esenciales” y hasta “héroes”– son fácilmente deportables una vez el causal de la crisis sanitaria es “controlado”.
Este es, lamentablemente, el único sistema de valores que parece predominar en la retórica política y en el mecanismo económico de la supuesta nación más poderosa del mundo.
El cambio, por su parte, sigue haciéndose esperar.
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