Colombia: los nuevos olores y colores | OP-ED
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Desde hacía dos siglos, el blanco era el color del poder político en Colombia. El blanco como distintivo racial, desde luego.
Durante doscientos y tantos años de historia republicana, solo un negro, Juan José Nieto, ha sido presidente, pero su retrato al óleo fue posteriormente objeto de modificaciones, para blanquear al personaje, en una serie de episodios clandestinos que muestran cómo ha sido el racismo en este país que no sabe cómo hacer para que su piel no sea oscura.
Durante estos siglos, miembros de unas 20 familias, si mucho, todas blancas, aristocráticas, ricas y abusivas, han manejado el poder político. O, mejor, manejaron, hasta el pasado 7 de agosto.
Los negros y los indios siempre fueron marginados de las esferas del poder.
Ahora, el poder político es polícromo: hay blancos aún, desde luego, pero llegaron los negros y los indios, algo que la aristocracia y la que se hace llamar gente de bien, no le perdonará jamás al presidente Gustavo Petro.
Pero, más allá de esto, de ahora en adelante, también decidirán los pobres, los delegados de los ofendidos, de los humillados por cualquier motivo, de los atropellados por las castas que se creían dueñas de todo, incluidas las vidas, y que hoy, desplazadas, rumian y lloran su derrota.
Ahora, por los pasillos de la presidencia, de los ministerios y de los organismos nacionales van y vienen indios y negros y campesinos de labranza y líderes de barriadas miserables y parientes de desaparecidos y de asesinados por la fuerza pública, adoctrinada y adiestrada con dineros de los contribuyentes estadounidenses como posiblemente lo es usted, que lee estas líneas.
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La vicepresidenta de la República, Francia Márquez, es una negra raizal, madre soltera, líder campesina y defensora de derechos humanos y del medio ambiente, de botas pantaneras y pantalones de trabajo. Ahora, un muchacho de su aldea, le diseña y cose los vestidos esplendorosos de pura raíz africana, con los que ahora viste esta mujer premiada internacionalmente muchas veces, recién graduada de abogada en una universidad popular del sur de Colombia.
El propio Gustavo Petro, un exguerrillero, es un hombre pobre. Vivió varios años en una barriada irregular que ayudó a construir con sus propias manos, en una ciudad cercana a Bogotá.
Desde hace pocos días, indios y negros colombianos trabajan, orgullosos de sus raíces ancestrales y de su formación académica, ante organismos internacionales.
El poder político en Colombia cambió de color… y de olor. Los finos perfumes de la vieja burocracia aún perduran, pero se mezclan con el aroma de las lociones baratas.
Los nuevos funcionarios van y vienen, diligentes, con sus sombreros típicos, sus ponchos y sus trajes tradicionales, en un encendido y polícromo desfile en el que cada vez se ven menos vestidos de diseño, menos zapatos finos, menos joyas deslumbrantes, menos meñiques levantados al beber el café.
No es la nueva Colombia, es la de siempre, la de las inmensas mayorías, la que por siglos sobrevivió cubierta por las sombras de la historia, la anónima, la que se movía, temerosa y triste, en las horas más oscuras de la noche de los abusadores.
Es la Colombia negra e india, que huele a sudor y a lágrimas, pero que, calladamente, se preparó para lo que hoy hace: relevar en paz a sus abusadores corruptos.
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