Cuando enfermar es un lujo
Enfermarse no es una opción para los Dreamers, a quienes falta el acceso adecuado a servicios médicos.
Areli González está acostumbrada a “tratar de no enfermarse”. Así lo afirma, como si fuera una cosa común: la gente que no tiene seguro médico en Estados Unidos, explica, tiene que poner particular atención para no caer enferma o tener un accidente; porque si lo hace, el coste puede ser muy elevado.
En Estados Unidos hay más de once millones de personas indocumentadas, y al menos la mitad de ellas carece de acceso a cualquier tipo de seguro médico. Aunque la situación económica de las personas puede tener un impacto a la hora de acceder a un seguro de salud, el estatus migratorio también es determinante, la mayoría de los programas federales, y algunos estatales, requieren que el solicitante proporcione su número de seguro social. Si no disponen de uno, pierden el derecho a acceder a estos servicios.
Entre esta población, los niños inmigrantes de familias con bajos ingresos –el grupo más vulnerable– son más propensos a carecer de atención médica que aquellos que nacieron en Estados Unidos: solo el 47 por ciento de los primeros acuden a visitas regulares al médico, en comparación con 69 por ciento del segundo grupo, según un reporte de Migration Policy Institute (MPI).
En el caso de Areli y su familia, esto ha sido una realidad la mayor parte de su vida. “Desde que llegamos a vivir aquí, cuando nos enfermábamos íbamos a la clínica familiar en Corona, que es un lugar donde te atienden si no tienes seguro médico; pero de cualquier manera teníamos que pagar, así que tratábamos de no enfermarnos”, recuerda.
“La primera vez que me llevaron a inscribirme a la escuela, mi mamá traía mi cartilla de vacunas de México. Tuvimos que ir a traducirla, porque había dudas de que fuera un documento oficial, y me tuvieron que hacer pruebas de tuberculosis. Eso lo pagamos de nuestro bolsillo, porque yo nunca he tenido seguro de salud, ni dental, ni de visión”, explica.
Areli llegó a Estados Unidos cuando tenía trece años. Originaria de la Ciudad de México, vino con su mamá en 2005 para escapar de una situación de violencia doméstica: el padre de Areli tenía problemas de alcoholismo y abusaba de su madre, quien se dio cuenta de que la única manera de salir de esa situación era “poner tierra de por medio”.
Cuando Areli llegó a California, sus hermanos mayores ya vivían allí. Estaban más o menos establecidos, con un trabajo y un sitio en el vivir; así que, haciendo uso de sus visas de turista, madre e hija se establecieron en la ciudad de Corona.
“El día que nos fuimos fue medio raro”, cuenta Areli, y hace una pausa mientras recuerda “había mucho silencio; sabía que nos íbamos, a los trece años ya era consciente de eso: que iba a dejar mis cosas, mi casa, a mis amigos, y al mismo tiempo que iba a haber retos. Y yo pensaba, ‘tengo que estar bien, acoplarme lo más rápido posible para no causar problemas, para no sentirme mal'”.
Como la mayoría de los chicos que han llegado a este país siendo menores de edad, Areli no hablaba inglés, así que su primer día en la escuela no fue fácil. Además de eso, el clima era muy diferente al de Ciudad de México –se dio cuenta de que no venía preparada para las temperaturas del sur de California, donde el verano es más cálido–. Le impactó saber que no estaba preparada para algunos aspectos de su nueva vida. Más tarde descubriría otra diferencia entre su país y los Estados Unidos: hay gente que no tiene acceso a servicios de salud por carecer de un número de seguro social.
Aunque un foco de alerta es la falta de atención médica para niños y jóvenes indocumentados, por las repercusiones que esto tiene en su vida futura, con los adultos la situación no es muy diferente. El mismo reporte de MPI indica que solo un 6 por ciento de los inmigrantes adultos de bajos ingresos que carece de un seguro médico hacen uso de los servicios médicos de emergencia, en comparación con el 14 por ciento de quienes tienen la misma situación de ingreso y falta de seguro de salud, pero han nacido en Estados Unidos.
Areli, que hoy tiene 26 años, ha pasado la mitad de su vida sorteando la falta de acceso, o a un coste elevado, a los servicios de salud. Pero, ¿cómo hace una persona para ‘evitar no enfermarse’?
Los Dreamers, jóvenes adultos indocumentados que fueron traídos a Estados Unidos por sus familias cuando eran menores de edad y que han recibido protección temporal a través del programa DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals), se han convertido en una moneda de cambio en las discusiones políticas por el presupuesto federal, las leyes de inmigración y la seguridad en la frontera. Sin embargo, en este jaloneo de partido e ideología, en ocasiones se pierden de vista los derechos que por mucho tiempo no les fueron no garantizados, y que poco después de obtenerlo, podrían volver a perder.
Se estima que la cifra de jóvenes que han sido beneficiarios de DACA en algún momento es de 800.000, y en la actualidad podrían ser alrededor de 700.000. Como es sabido, a finales de 2017 la Administración Trump ordenó que esta medida fuera rescindida y puso como ultimátum el 5 de marzo de 2018, exigiendo al Congreso una solución legislativa al estatus migratorio de estos jóvenes –cosa que el Congreso no ha hecho–.
Los beneficiarios de DACA, quienes la mayor parte de su vida han experimentado desigualdades en materia de salud –y en muchas otras áreas– ahora tienen algún tipo de acceso a estos servicios, pero aún así, no todos son elegibles. Aquellos que han sido contratados pueden recibir un seguro a través de sus empleadores, y quienes estudian en colegios y universidades que cuentan con programas de salud, pueden inscribirse en ellos.
Una encuesta publicada por el Center for American Progress (CAP), encontró que el 57 por ciento de los beneficiarios de DACA obtuvieron un seguro de salud o algún otro beneficio a través de un empleador, y muchos de quienes no están en esta situación, o cursando educación superior, pueden adquirirlo en un programa privado –lo cual es más costoso, por no poder hacer uso de los subsidios del gobierno–. En cualquier de los tres casos, la amenaza de cancelar DACA acabaría con las opciones de estos jóvenes para cuidar de su salud.
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Cuando Areli trata de recordar la última vez que enfermó y vio a un médico, piensa en febrero de este año, cuando estaba enferma de la garganta y la consulta y el medicamento le costaron 200 dólares. En marzo tuvo que ir al dentista; le hicieron una endodoncia por 1.500 dólares. Desde que Areli trabaja, ha sido ella misma quien se hace cargo del costo de su atención médica; su mamá, quien cuidaba niños, le ayudaba a pagar la universidad y los libros. Su primer empleo fue en la bodega de una imprenta donde, por no tener documentos, le pagaban menos del salario mínimo y trabajaba solo dos días a la semana. Ganaba entre 100 y 120 dólares al día; y una visita al médico le costaba eso o más.
Investigando, Areli encontró que había alternativas para gente como ella, como el programa Family Pact de California, que cubre los costos de salud reproductiva –algunos estados tienen varios programas de este tipo–, y cuando tras la entrada en vigor de DACA pudo ingresar en la universidad, hizo uso del centro de salud para estudiantes. Aún así, el pago de deducibles y medicinas hace que los jóvenes, como ella, prefieran omitir la visita al médico si no es absolutamente necesaria.
“Una vez fui al médico general porque tenía fiebre, me dijeron que tomara un té, y tuve que ir a otro médico a que me inyectara un antibiótico. Esa vez pagué casi 300 pesos por la consulta y el medicamento”, recuerda. “Esa es la actitud que siempre he visto cuando platicamos con otras personas: alguien se enfermó, o tuvo un accidente de trabajo; tuvieron que ir forzosamente al médico, y ahora están pagando mucho dinero”.
A Areli esta situación no le resulta ajena. En 2014 tuvieron que llevar a su mamá al servicio de urgencias, tardaron tres años en liquidar esa deuda, y hasta el año pasado no terminaron de pagarla. En el caso de quienes padecen enfermedades graves o prolongadas, como el cáncer, los pacientes deben enfrentar, además del estrés de la propia enfermedad, el que les genera no saber cuánto tendrán que pagar, y cómo lo harán.
Además de los recursos económicos limitados, las barreras para acceder al sistema de salud se manifiestan de otras maneras, como los conflictos con los horarios de trabajo –y el consiguiente temor a perder el empleo–, y la falta de transporte. Pero también hay limitaciones que tienen que ver con el origen y la competencia cultural de las personas. En ocasiones, los requisitos burocráticos son muchos y no toda la gente sabe navegar por el sistema; algunos, además, no dominan el inglés, y no en todos los sitios hay intérpretes de su idioma, por culpa de los recortes de presupuestos.
La discriminación por origen u orientación sexual también pone a los pacientes en riesgo de no recibir atención de salud; algunos inmigrantes sienten que no se pueden comunicar con los médicos o que no les creen cuando dicen que están enfermos o describen sus síntomas. Si a esto se suma el estatus de indocumentado, y el temor de compartir información personal con alguna autoridad o agencia de gobierno por miedo a la deportación, se crea una franja de población vulnerable que solo acudirá al médico cuando ya no haya más remedio.
“Por mi experiencia, entre las personas indocumentadas hay miedo”, asegura Areli. “La gente busca servicios gratis y se trata de cuidar. Entre mis amigas, por ejemplo, cuando alguien te pregunta: ‘¿qué remedio tienes para el dolor de panza?’, le mandas a tomar un té. Uno busca los consejos de los demás para no tener que ir al doctor a hacer una línea larguísima, para que te vean menos de 15 minutos, no te revisen bien, te cobren 60 o 70 dólares, y te receten un medicamento carísimo, o uno que ya estás tomando; y listo, pasan al siguiente paciente. Prefieres ir a un lugar donde te recomienden remedios caseros, aunque tarden más en hacer efecto”.
Es común que ciudadanos estadounidenses, que no conocen de cerca la situación, piensen que la salud de las personas indocumentadas no tiene que ver con ellos. Pero en Estados Unidos, por ley, se debe atender a una persona que llegue a una sala de emergencias, sin importar su estatus migratorio, y esos servicios se pagan con los impuestos de todos. El cuidado de la salud antes de que lleguen las enfermedades es mucho más económico que los servicios de emergencia; también en términos económicos, resulta mejor negocio prevenir que lamentar.
Areli tuvo la oportunidad de atender mejor su salud tras obtener DACA, mientras estudiaba en la Universidad Estatal de California Fullerton (CSUF). Hoy está graduada y acaba de ser contratada como coordinadora del Dreamers Resource Center de la Universidad Estatal de California Los Ángeles (CalStateLA). A sus 26 años, por primera vez en su vida, va a tener un seguro médico.
“Para mí es muy raro”, dice escéptica. “Es el 2018 y en Estados Unidos aún no tenemos servicio de salud universal, tenemos comunidades peleando por el derecho a la salud. Cuando tenga mi seguro voy a ir al médico y voy a ver si me funciona. I’m gonna believe it when I get it”.
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