Unidos en el Exilio, Sesenta Años de la Operación Pedro Pan
Más de 14.000 niños y niñas cubanos fueron llevados a EE.UU. de forma encubierta entre 1960 y 1961.
El profesor Marcos Kerbel recordará toda su vida cómo su madre lo despertó en plena madrugada para decirle que el dictador Fulgencio Batista había dejado Cuba. Fue la noche del 31 al 1 de enero de 1959 y Marcos rondaba los 14 años, cuando fue testigo del estremecimiento de felicidad general que inundó las calles con la promesa de un nuevo comienzo para la isla tras siete años de dura represión militar.
Así lo cuenta al History Miami Museum en un documental que recopila los testimonios de tantos jóvenes que subieron a un avión sin saber cuándo volverían a ver su isla natal.
Al poco de iniciada la Revolución soñada por los Castro y el Che, muchas familias cubanas empezaron a temer que aquella promesa fuera una amenaza, especialmente aquellos que pertenecían a una clase acomodada, y tenían mucho que perder.
Así daría inicio el éxodo infantil más grande del siglo XX en América Latina. Más de 14.000 niños y niñas cubanos viajaron sin sus padres a Estados Unidos huyendo de “la hecatombe castrista”, como le describió el pasado diciembre la escritora y feminista Ileana Fuentes con motivo de la celebración del 60 aniversario de la Operación "Pedro Pan".
“Estaban los comités de Defensa de la Revolución, uno de ellos estaba en la esquina de mi casa”, recuerda Francisco Angones, primer director cubano del Colegio de Abogados de Florida. “Y esta gente que conocía desde chico empezó a darnos la espalda y teníamos que tener cuidado con lo que decíamos, incluso en casa”.
El padre de Angones temía que los estuviesen vigilando; en cuestión de poco tiempo, muchos cubanos pasaron a ser “enemigos” de la Revolución porque no quisieron que sus negocios fueran expropiados -una de las primeras ordenanzas impuestas por el nuevo régimen-; o bien porque disentían de las nuevas ideas políticas, o eran católicos, o temían que sus hijos pasasen a ser “hijos de la Revolución”.
“Castro decidió cerrar todas las escuelas católicas y las escuelas privadas, y todos los religiosos fueron expulsados de Cuba en un barco llamado Covadonga, en el 61”, explicaba el empresario también cubano Antonio Argiz.
“Castro decidió cerrar todas las escuelas católicas y las escuelas privadas, y todos los religiosos fueron expulsados de Cuba en un barco llamado Covadonga, en el 61”, explicaba el empresario también cubano Antonio Argiz
Argiz, al igual que el senador republicano Mel Martínez, el profesor Kerbel o el letrado Angones tienen en común ser personas de éxito en Estados Unidos y haber formado parte de la llamada “Generación Pedro Pan”, los más de 14.000 niños y niñas cubanos que protagonizaron uno de los mayores éxodos infantiles de Occidente.
Una de las operaciones encubiertas menos conocida de la Guerra Fría y que aún hoy sigue sujeta a polémica, ya que si bien las familias enviaron a sus hijos de forma clandestina a Estados Unidos para que escapasen de la represión -inicialmente, aquellos cuyos padres vivían amenazados-, todavía hoy se especula con la implicación que tuvo la CIA en aquel éxodo masivo.
Además de la suerte desigual que corrieron aquellos niños, sobre todo los alrededor de 8.000 que fueron enviados a hospicios porque no tenían tutor legal en Estados Unidos.
El viaje empezó el 26 de diciembre con la primera remesa de niños que se despidieron de sus padres tras la pecera del Aeropuerto José Martí de La Habana -muchos de ellos aún muy pequeños-, pensando que iban a pasar unas pocas semanas lejos del hogar. Al menos hasta que el régimen revolucionario “cayera”, decían sus padres.
La idea de salvar la infancia del “comunismo” tuvo a un religioso como protagonista, el padre Bryan Walsh, director de una organización benéfica católica en Miami que en 1960 acogió a un niño cubano llamado Pedro que había cruzado el charco solo.
Walsh empezó a temer que los hijos de los “enemigos” de Castro sufrieran más y más represión -por aquel entonces, comenzó a medrar el rumor de que esos niños iban a ser enviados a países satélites de la URSS y que sus padres perderían la custodia, algo que Castro siempre negó que hubiese sucedido y que mantuvo que había sido cosa de la CIA.
Fue entonces cuando Walsh se puso en contacto con la administración Eisenhower pidiendo su ayuda para que les proporcionasen exenciones de visados a los niños refugiados que fueran llegando a Estados Unidos. Así como financiación para la organización católica que se encargaba de su acogida, además de recibir otras donaciones privadas de empresas cubanas y de personas en el exilio.
También contaba con otra colaboradora experta, la de la enfermera británica Penny Powers, que había ayudado a niños judíos a escapar de Alemania durante la guerra, y de Ramón y Polita Grau, encarcelados más tarde.
La prensa estadounidense guardó silencio sobre la operación. La intención del padre Walsh era que los niños no fueran utilizados como propaganda política.
En el primer vuelo, que despegó del Aeropuerto José Martí el 26 de diciembre de 1960, sólo viajaban dos niños cubanos. Dos días más tarde, fueron dos más. Seis el día 30 y doce, el 31.
Así, a cuentagotas, fueron enviando niños en una maniobra sin precedentes en la historia de Norteamérica, que jamás antes había costeado un programa para niños refugiados.
Los pequeños llegaban confusos al país, sin entender una palabra de aquel nuevo idioma y enfrentándose a una cultura que no era la suya, lejos de sus padres, a los que no tenían idea de cuándo volverían a ver.
Luego eran llevados a campamentos de Miami como el de Matecumbe y las barracas en Kendall, según recuerda la escritora Ileana Fuentes, niña Pan, y allí pasaban un tiempo que podían ser meses hasta ser reubicados bien en la casa de un familiar, en un hogar de acogida o, si no tenían suerte o no eran reclamados por nadie, en un orfanato auspiciado por el Programa de Niños Cubanos (PCC).
En los primeros meses, algunas familias sí lograron arreglar sus visados y reunirse con sus hijos en Estados Unidos, y a otras les tomó varios años. Como la del escritor y profesor de Yale Carlos Eire, que ganó en 2003 el National Book Award por las memorias Waiting for the snow in Havana, donde cuenta sobre el tiempo que pasó en una casa de acogida, rodeado de otros chicos que le urgían a meterse en pandillas y que no tenían tutor -un error en el sistema hizo que la reclamación de su tío, exiliado en el país, se perdiera en medio de la burocracia.
No obstante, tanto él como su hermano albergaban la esperanza de que su madre se reuniera con ellos. Y lo soñaron mucho. Hasta que ocurrió el desastre.
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La crisis de los misiles estalló en noviembre de 1962; Cuba y Estados Unidos nunca estuvieron tan cerca de la guerra nuclear y los vuelos entre ambos países se cancelaron un mes antes, en octubre.
Eso supuso el final de la Operación Pedro Pan, con un último vuelo que despegó el 23 de octubre de 1962. Y aunque más tarde, la familia de Eire pudo reunirse, hay quienes, como el abogado Emilio Cueto, pasaron casi veinte años sin ver a su familia y tuvieron que hacer verdaderas proezas burocráticas para volver a pisar Cuba.
Juan Pujol, que huyó de la provincia de Matanzas con 15 años y cuya familia se dedicaba a predicar la fe católica, sólo pudo regresar a La Habana 17 años más tarde.
“Yo no hubiera querido irme de Cuba, pero las circunstancias… El gobierno revolucionario que tomó efecto el primero de enero de 1959 empezó a hacer cambios drásticos. Mucho fusilamiento, mucha matanza se veía en periódicos”, dijo al AL DÍA.
Temerosos de que lo fusilaran, los padres de Juan contactaron con unos amigos que habían llevado a un hijo a Estados Unidos, y un 9 de agosto de 1962, el cubano llegó a Miami, al campamento de Matecumbe, donde vivían unos 500 muchachos adolescentes.
“Después de eso me mandaron a un lugar que era como un motel que se había convertido en campamento, pero lo cerraron y fui para Opa Locka, que había sido una base aérea y lo acondicionaron”, explicó.
“Después de eso me mandaron a un lugar que era como un motel que se había convertido en campamento, pero lo cerraron y fui para Opa Locka, que había sido una base aérea y lo acondicionaron”, explicó.
Cuando estalló la crisis de los misiles, ya supo que no iba a poder reunirse con ellos. “Yo era el único de mi familia que estaba aquí y sabía que ninguno iba a venir. Esa noche me fui al monte y lloré mucho. Lloré y recé”, concluyó.
A los 19 años, Pujol tuvo que vérselas en la calle y empezó a trabajar como cerrajero, más tarde se alistó en el ejército y se casó con otra niña de Pedro Pan.
La conexión entre esta generación de migrantes, que algunos definen como la “vanguardia del exilio”, es fuerte y se ha prolongado con los años gracias a los esfuerzos de organizaciones como la Fundación Pedro Pan, que vela por que su testimonio no se pierda.
Y de hecho, es más que perdurable, lo queramos o no. Lo fue a principios de este siglo XXI, cuando la polémica por el niño balsero Elián, que llegó a Miami solo después de ver a su madre morir en el mar y que fue reclamado por unos parientes y convertido en objeto de disputa entre Estados Unidos y Cuba, nos recordó peligrosamente los ecos de aquel trauma anterior.
Al igual que lo hacen los miles de niños centroamericanos detenidos en la frontera y encerrados en jaulas lejos de sus padres, sólo que ellos ya no son las piezas de ajedrez en una pugna entre sistemas, sino efectos colaterales de uno de ellos.
Ahora que se han cumplido 60 años de la mítica Operación Pedro Pan y las heridas siguen abiertas aunque sus protagonistas las muestran en exhibiciones como la que tendrá lugar a partir de este mes de enero en el Museo Americano de la Diáspora Cubana, no conviene olvidar que los niños de Pan no son los únicos hermanados en el éxodo.
Todo terremoto tiene sus réplicas, a veces a kilómetros de un primer estallido. La historia siempre regresa para enseñarnos.
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