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La Elevación de la cruz, Antonio de Torres, 1718. © Museum Associates/LACMA
La Elevación de la cruz, Antonio de Torres, 1718. © Museum Associates/LACMA

Más allá de Diego y Frida

Una nueva exposición en el Metropolitan Museum de Nueva York expone el arte producido durante el México colonial, una etapa a menudo olvidada por los museos.

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Mientras el interés por los artistas contemporáneos de origen hispano ha ido ganando terreno en el escenario artístico estadounidense, el arte colonial latinoamericano ha sido siempre el gran olvidado.

En un esfuerzo por hacer un ejercicio de revisión histórica y poner en alza el valor del arte que se produjo en “las Américas” después de la colonización de los españoles, el Metropolitan Museum de Nueva York acaba de inaugurar una exposición sobre arte mexicano del siglo XVIII: “Pintado en México. 1700-1790”, una exposición donde se mezclan retratos y obras de grandes maestros con piezas de arte religioso, y en el que queda patente el creciente interés por la producción artística americana más allá del arte contemporáneo, las vanguardias y la modernidad, para pasar al arte colonial, ese gran olvidado.

“Lejos quedan los años en los cuales los únicos artistas latinoamericanos que todos recordaban eran Diego y Frida. La lista se ha ampliado y la curiosidad hacia esos jóvenes que en la década de 1990 fascinaban al voraz mercado neoyorquino ha animado la atracción hacia las vanguardias y la modernidad en los diferentes países”, observaba este fin de semanas el diario español El País.

El diario alababa la exposición del Metropolitan por hacer un ejercicio de revisión histórica espléndida al “construir” un relato de la producción colonial de las Américas, exhibiendo géneros desconocidos, como las llamadas "pinturas de casta". Este género pictórico estaba enfocado a retratar pinturas de matrimonios y familias mestizas, y tenía una intención documentalista y a la vez promocional. Por un lado, ofrecían un perfil "racial" de la sociedad colonial de la época, marcada por la mezcla entre europeos, indios, europeos y africanos, detalla el diario The New York Times.  Por otro lado, reflejan el barómetro racial de una sociedad regida por una ley claramente favorable a los europeos blancos. Bajo la ley colonial, por ejemplo, una mujer con "sangre negra" no podía llevar vestidos de estilo europeo. 

Según reportan los curadores de la exposición en la nota de prensa, “Pintado en México. 1700-1790” pone énfasis en la influencia de los artistas europeos —principalmente inmigrantes españoles— quienes, durante la primera etapa de la conquista del continente,  hicieron frente a la creciente demanda de imágenes de todo tipo, tanto religiosas como seculares. Algunos de ellos establecieron talleres familiares en México que perduraron por varias generaciones.

No fue hasta mediados del siglo XVII cuando artistas ya nacidos y formados en México empezaron a responder a las crecientes necesidades de mecenas individuales e institucionales, quienes habían ascendido a una posición destacada y habían desarrollado estilos pictóricos que reflejaban los cambios del panorama cultural.

El siglo XVIII dio lugar a un periodo de esplendor artístico con la consolidación de nuevas escuelas de pintura, la invención de nuevas iconografías y la organización de los artistas en torno a academias de arte. Prueba de la extraordinaria versatilidad de los artistas, cuyas obras monumentales cubrían las paredes de capillas, sacristías, coros y vestíbulos universitarios, fue el hecho de que estos pintores solían ser los mismos que producían retratos, pinturas de casta, biombos e imágenes religiosas para devoción personal. El volumen de obras producido por las cuatro generaciones de pintores mexicanos que abarcaron el siglo XVIII prácticamente no tiene parangón en ningún otro lugar del vasto mundo hispano.

Uno de los ejemplos más prolíficos de este periodo es el pintor mexicano Antonio de Torres, primo de los hermanos Juan y Nicolás Rodríguez Juárez, un artista de acusada originalidad, que exportó numerosas obras a la región centro-norte del virreinato.

Otro ejemplo es Nicolás Enríquez, miembro de la primera academia de pintores establecida en México hacia 1722 por los hermanos Nicolás y Juan Rodríguez Juárez. Sus pinturas sobre cobre destacan por su gran formato y por citar obras tanto locales como europeas. La escena de Los Desposorios de la Virgen, por ejemplo, está libremente inspirada en una composición de Pedro Pablo Rubens (1577–1640), mientras que otras obras remiten a obras importantes de predecesores de Enríquez en la catedral metropolitano como La Adoración de los Reyes (1719/20) de Juan Rodríguez. Al evocar estas obras, Enríquez sitúa en igualdad de condiciones a la tradición pictórica local y la europea como parte del proceso creativo de los pintores novohispanos, explican los curadores del Metropolitan.

La creciente conciencia profesional de los artistas durante el periodo llevó a muchos pintores instruidos no solo a firmar sus obras para enfatizar su autoría sino también a hacer referencia explícita a México como lugar de producción a través de la frase en latín pinxit Mexici (pintado en México). Dicha expresión encapsula con elocuencia el orgullo que los pintores sentían por su propia tradición y la conexión que entablaban con tendencias más amplias de carácter transatlántico.