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Un mural en el Paseo Boricua en Division Street de Chicago. Photo: Flickr.
Un mural en el Paseo Boricua en Division Street de Chicago. Photo: Flickr.

La revolución de las empleadas domésticas boricuas contra la explotación en Chicago

Fueron reclutadas en los años 40’ del pasado siglo con la promesa de mejores salarios y una vida digna, pero la realidad fue otra.

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En la década de 1940, cientos de mujeres puertorriqueñas salieron de la isla en busca de mejores oportunidades laborales en los Estados Unidos. 

La agencia de contratación privada que las había reclutado en ciudades como San Juan y Ponce les prometía un oasis de facilidades en el dorado Chicago, pero cuando llegaron a la ciudad lo único que encontraron fueron “sueldos bajos, largas horas de trabajo y deducciones de su paga para el transporte y otros gastos”, cuenta la historiadora Emma Amador a Daily Jstor. 

El truco de sus empleadores era más que obvio. Al ser ciudadanas, las boricuas no estaban sujetas a las mismas restricciones legales que las inmigrantes, pero tampoco creían que merecieran sueldos igual de dignos que las locales. Eran para ellos la mano de obra barata ideal en virtud de un estatus de ciudadanía que iba a jugarles a la contra.

El racismo imperante en la sociedad de los años 40’ fue otro escollo a saltar. Porque entonces todos los anuncios publicados por la agencia de empleo describían a esas mujeres como “puertorriqueñas (blancas)” disponibles para trabajar, pero “las lógicas y los discursos raciales y coloniales, tanto de los empleadores como de los funcionarios del gobierno de Estados Unidos, consideraban a las trabajadoras como no blancas”, discute Amador. 

Por no hablar de que las familias blancas se habían acostumbrado a la idea de que sus empleadas domésticas fueran mujeres “de color”.

En 1946, cansados de tantos abusos, un grupo de reformistas progresistas se unió a los estudiantes de posgrado boricuas de la Universidad de Chicago organizando protestas en la oficina de la agencia de empleo para presionar al gobierno puertorriqueño y que tomase cartas en el asunto.

Mientras que los empresarios señalaban que estas mujeres no tenían formación en cocina y costumbres y esa era la razón de sus menores sueldos, los reformistas laborales y las propias domésticas estaban a favor de la formación porque esa era la forma de alcanzar un estatus de trabajadoras cualificadas. 

Lo que equivaldría, según Amador, a mejores salarios y condiciones laborales, y también a una regulación de su gremio por parte de los organismos estatales que les diera derecho a prestaciones sociales. Con el tiempo, pensaban, su lucha daría lugar a una futura legislación laboral. 

En aquellos años, la fuerza mayoritaria del trabajo doméstico la integraban las mujeres afroamericanas, y tanto unas como las otras se sabían vulnerables, a merced de la explotación económica y también, dependiendo de los casos, sexual.  

La lucha de estas mujeres fue ardua; si bien no podían ser deportadas, sus sueldos eran la mitad que el de una empleada doméstica media y el estado de Illinois podían en un momento dado negarles la asistencia social. 

Finalmente, sus protestas unidas a los reclamos de los reformistas y los universitarios, a mediados de la década, forzaron al gobierno de Puerto Rico a tomar cartas en el asunto y sustituir las agencias de empleo privadas por un programa público de Trabajadoras del Hogar en donde se incluía la formación que las acreditaba como profesionales cualificadas en trabajo doméstico. 

Tristemente, el sistema se mantuvo duro como una piedra y este tipo de empleos continuó sin ser seguro ni bien pegado, obligando a muchas empleadas boricuas a salir de la rueda de molino de la opresión por no poder cambiar sus condiciones. 

Pero de alguna forma su lucha, hoy muy poco conocida, sentó precedente. Mandó un mensaje claro a las familias blancas de clase media y también a las empresas que intentaban sacar partido de la penuria y el racismo imperante: “No vamos a callarnos, no agachamos la cabeza”.

Como asegura Amador, estas jóvenes boricuas pusieron sobre la mesa algo más amplio que los mecanismos de explotación laboral en Chicago, obligaron tanto al gobierno de Estados Unidos como al de Puerto Rico a enfrentarse a cuestiones que atañen a migración puertorriqueña y a sus derechos en el país.

"¿Se respetaría el derecho legal de los puertorriqueños a los plenos derechos y beneficios de la ciudadanía estadounidense una vez que se trasladaran al continente -en contraposición a la versión restringida de la ciudadanía territorial estadounidense que recibieron como súbditos coloniales mientras vivían en Puerto Rico?", plantea la historiadora.

Los límites territoriales son curiosos, parece que nos acompañen no importa cuanto avancemos, como una línea imaginaria que se estira y se estira hasta que resulta ser un muro. Sin embargo, nadie dijo que estas líneas no puedan ser saltadas. O barridas.