Chicana, lesbiana y rotunda: La patria ‘nude’ de Laura Aguilar
La fotógrafa y activista queer retrató a la comunidad LGBTi de L.A. y utilizó su propio cuerpo grande y hermoso como arma anti colonialista.
Susan Sontag escribió una vez: “Amo las limitaciones porque son la causa de la inspiración”. Cuando surge una barrera -y algunas personas pueden serlo para lo otros-, hay quien se detiene y quien decide saltarla. Laura Aguilar era del segundo tipo de personas y en su lucha por conseguir franquear estos obstáculos se convirtió en puente para sus herman’us’: personas queer, racializadas, obreras, migrantes, kinki beasts de la L.A. de los 80’, 90’ y 2000.
Hasta que su propio cuerpo se convirtió en paisaje, un territorio llamado “el país de Laura”, del que son buena prueba sus autorretratos.
Discriminada en la escuela porque leía y hablaba con dificultad -padecía una dislexia auditiva que sólo fue diagnosticada cuando tenía 26 años-, Aguilar encontró en la fotografía una nueva forma de comunicación gracias a su hermano, que le instruyó en los secretos del cuarto oscuro y empezó a tomar clases de foto durante la secundaria.
A finales de los 80’, sus intentos de encajar las piezas del puzle de su propia y múltiple identidad como mujer queer, hispana y de cuerpo no normativo -le costó aceptar su gran tamaño-, le llevó a fotografiar a otras mujeres lesbianas y de color de L.A. que estaban invisibilizadas y silenciadas en un momento en que el movimiento LGBTi era profundamente blanco.
En una de sus primeras series, Lesbianas latinas, sus comadres queer e hispanas aparecen retando orgullos a la cámara, junto a una frase en la que explicaban qué era ser lesbiana para ellas. Esa fue la primera vez que Aguilar también se atrevió a ponerse delante de la cámara con un autorretrato titulado “Laura” que incluía un texto manuscrito:
“No me siento cómoda con la palabra lesbiana, pero cada día me siento más y más cómoda con la palabra LAURA”.
Su búsqueda a través de la fotografía la condujo durante los años 90 y principios del 2000 -falleció en 2018 a los 58 años- a fusionarse con el árido paisaje del desierto en series de autorretratos tan conmovedores como políticos donde ella no sólo se reafirmó como “Laura” sin etiquetas sino que nos descubre un camino místico, la imposibilidad de no amar aquello que es producto de la naturaleza y ocupa su lugar.
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Desnuda y de espaldas, con sus carnes rotundas y morenas hechas un ovillo o tumbadas como si fuera una cadena montañosa en el sediento suroeste de Estados Unidos, ella se nos muestra en toda su poética franqueza.
“Intento convencerme de que no soy lo que siempre pensé de mí misma: ‘Soy fea, gorda y mi vida no vale la pena’”, comentó sobre esta serie. “Yo también soy estas cosas: Soy una persona amable, divertida y compasiva. En las fotografías, soy hermosa. I’m kind to myself’”.
Gracias a su poderosa búsqueda de autoestima y aceptación, Laura Aguilar abrió el camino a las futuras generaciones de fotógrafas y artistas queer y latinx para que explorasen la intersecciones entre sus múltiples identidades como latinx y personas queer en un país como Estados Unidos, donde el arte y la voz de las minorías todavía está infrarrepresentado.
Su legado no deja indiferente, sobre todo en fotografías como “Three Eagles Flying”, donde juega con su apellido, "Aguilar", y con las banderas de México y Estados Unidos, patrias ambas que la estrangulan y atan como la planta del guisante.
De esta forma, enorme y salvaje, Laura Aguilar nos mueve del sitio, nos muestra que el único amor posible parte de unx hacia unx y de ahí hacia todo lo demás.
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