La pintura olvidada de Olga Costa
Se muestra por primera vez en Europa la obra de esta artista mexicano-alemana, quien es una de los referentes del modernismo mexicano.
Uno de los cuadros más conocidos de Olga Costa (Leipzig, 1913-Guanajuato, México, 1993) es La vendedora de frutas, una colorida pintura al óleo en la que aparece una robusta vendedora indígena rodeada de cestas con más de cincuenta variedades de frutas y vegetales típicos de México: piña, mamey, sapotes, guanábanos, chirimoyas, bananas, sandía, peras, calabazas....
La obra, un encargo público que la artista recibió en 1951 y que hoy pertenece al Museo de Arte Moderno de Ciudad de México, está considerada un referente del modernismo mexicano e incluso ha adornado las portadas de los libros de texto de primer grado de este país. Sin embargo, en Alemania, el país que la vio nacer, la obra de Olga Costa sigue siendo absolutamente desconocida.
Por este motivo, el Museo de Bellas Artes de Leipzig (MdbK) acaba de inaugurar la primera gran exposición en Europa dedicada a esta artista mexicana del siglo pasado. Su obra se destacó no solo por su particular mirada a la hora de retratar la naturaleza y los paisajes de su patria adoptiva -entre fantástica y poética-, sino por la forma con la que abordó a través de la pintura el reto de abrazar la identidad mexicana y reinventarse como mujer artista en una cultura mucho más machista y paternalista que la de su país de origen.
Hija de un matrimonio de artistas judío-ucranianos que abandonó Odessa por Leipzig en busca de mejores oportunidades, Costa pasó su primera infancia en esta ciudad del este de Alemania, hasta que la familia emigró a Berlín y posteriormente a México, en 1925.
Para Olga, que entonces tenía 13 años, llegar a México fue como llegar a la tierra prometida. “Allí se le reveló un mundo completamente nuevo”, comenta Sabine Hoffmann, curadora de la exposición. “Se quedó fascinada con los colores, la gente, los grandes murales que decoran la Ciudad de México. En realidad, aceptó muy rápidamente su nuevo hogar como propio”, dice.
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En México, Costa se crió en el círculo de intelectuales y artistas en el que se movían sus padres. Al terminar la secundaria se matriculó en la Escuela Nacional de Artes Plásticas para estudiar pintura, aunque no terminó. Fue en la facultad donde conoció a su futuro marido, el artista y activista José Chávez Morado, con quien se casó en 1935. A partir de entonces empezó su carrera como pintora autodidacta de tiempo completo y su ‘mexicanización’. Lo primero que hizo fue cambiar su apellido, Kostakowsky, por Costa, su nombre artístico.
Una nueva identidad
“De joven, Costa se identifica con su nueva patria y busca una forma adecuada de expresión artística. Esta búsqueda activa y seria no es, sin embargo, un proceso lineal”, observa el historiador del arte Stefan Weppelmann en el catálogo de la exposición.
Sus primeras obras representan personas de su entorno y escenas de la vida cotidiana. A eso se suma un gran interés por las costumbres y la vida de la población indígena, afición que compartía junto a su marido, junto a quien impulsó la creación de museos de arte prehispánico en la región de Guanajuato.
Más adelante, las impresiones poéticas de la naturaleza dominan en su trabajo artístico, donde se filtran también joyas y artefactos de su colección de arte indígena personal. Costa intentaba reafirmar su nueva identidad mexicana a través de la pintura.
Por otro lado, su obra también le sirvió para reafirmarse como mujer artista. Uno de sus primeros cuadros, de 1934, es un autorretrato en el que ella aparece en el centro, pincel en mano, vestida con un traje de corte moderno, los ojos azules mirando a un lado, desafiantes. “Esta confianza en sí misma también se refleja en su relación igualitaria con su esposo mexicano. Su famosa colega Frida Kahlo también tiene un matrimonio de iguales. El hecho de que ambas tuvieran padres alemanes puede ser la razón de su actitud emancipada en medio de la cultura machista mexicana”, concluye Hoffmann.
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