Soda Tax, ni efervescencia ni mérito
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No se necesita un grado de la Escuela Wharton para darse cuenta que el controversial soda tax que se está debatiendo en el Concejo de la ciudad de Filadelfia tiene más carbohidratos y palabras vacías que lógica.
Aunque nadie puede culpar al alcalde Kenney por tratar de conseguir fondos adicionales para los programas educativos que afrontan grandes problemas de liquidez, su propuesta de establecer un impuesto sobre las bebidas azucaradas (tanto refrescos como jugos) sería contraproducente a muchos niveles.
Muchas familias de bajos y moderados ingresos se verían seriamente afectadas al verse obligados a pagar la friolera de tres centavos más por onza, a causa de un impuesto que regularía sus refrescos y bebidas deportivas favoritas; por no hablar de los jugos de manzana, arándano o de uva, que tanto gustan a sus hijos.
Los que no disponen de vehículos privados o de dinero para pagar la tarifa del transporte público serían victimizados. Los habitantes de bajos ingresos o las personas mayores con ingresos fijos se quedarían relegados en la ciudad, obligados a pagar precios más altos.
Aunque haya sido planteado con la mejor de las intenciones, el resentimiento será una de las consecuencias de este nuevo impuesto. Con un cuarto de la población de la ciudad por debajo de la línea de la pobreza, los ciudadanos económicamente en apuros no necesitan que funcionarios públicos que ganan más de $100.000 al año les digan lo que deben beber o cómo deben gastar su dinero.
Y mientras en Filadelfia todos debaten los pros y los contras de este impuesto a las bebidas azucaradas, las comunidades que nos rodean (desde Nueva Jersey a Montgomery, Delaware, Chester y los condados de Bucks) están esperando con ansia el aprovechamiento económico que van a heredar.
Miles de habitantes en Filadelfia cruzarán los límites de la ciudad para llenar sus despensas con sus bebidas favoritas, en lugar de pagar la carga adicional por comprarlas más cerca de casa. Y eso sin mencionar la posibilidad de que esto sea el punto de inflexión para que empresas como Coca-Cola o Pepsi traten de escapar de las trampas fiscales de hacer negocios en Filadelfia, moviendo sus plantas y los puestos de trabajo a una zona más favorable para sus negocios.
Vista por muchos como una ciudad con unos impuestos altos, Filadelfia no necesita acrecentar su de sobra conocida mala reputación en materia de negocios con el establecimiento de un impuesto sobre las bebidas azucaradas nunca antes visto en la nación. Por supuesto, la Ciudad del Amor Fraternal no sería la primera en instituir un impuesto de este tipo. Berkeley (California) ha declarado la guerra a los refrescos también, pero el de Berkeley es una fracción de lo que el alcalde Kenney está proponiendo, y el ingreso medio de los hogares de Berkeley es casi el doble que el de los de Filadelfia.
Equilibrar los presupuestos municipales en aquellas ciudades pertenecientes al área conocido como el “Rust Belt” —entre las que se incluye Filadelfia—, sobre todo después de la crisis económica de la última media docena de años no es un paseo por el parque; pero los residentes esperan más de sus líderes electos que un nuevo impuesto cada vez que el presupuesto de una agencia sufra un déficit. La seguridad pública es un componente clave en la vida urbana, pero ¿sería un ‘impuesto del pecado’ sobre los pretzels (recuerde, hay sal en esos pretzels) la mejor solución que la administración pueda encontrar si se presenta un déficit monetario en el presupuesto del Departamento de Policía en 2017?
En conclusión, el alcalde Kenney realizó una campaña extraordinariamente astuta a la alcaldía el año pasado. Un impuesto a los refrescos no era una de sus promesas de campaña. De hecho, como concejal se mostró contrario a este concepto.
Puede que algunos ciudadanos admiren su flexibilidad filosófica, pero puede que otros estén esperando más creatividad y menos impuestos a la hora de enfrentarse a uno de los muchos problemas de la ciudad.
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