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La misteriosa y lenta maduración de los valores requiere de maestros que tiren su semilla al aire y no les importe dónde germina ni quién recoja la cosecha, ni cuándo. El maestro no muere jamás: su presencia perdura en las mentes, corazones y acciones de los que reciben el regalo de sus semillas.
La misteriosa y lenta maduración de los valores requiere de maestros que tiren su semilla al aire y no les importe dónde germina ni quién recoja la cosecha, ni cuándo. El maestro no muere jamás: su presencia perdura en las mentes, corazones y acciones de…

[OP-ED]: Piensen con la cabeza

Muchas, muchas décadas antes de que las computadoras, tabletas y celulares visitaran los salones de clase, los niños de ese tiempo teníamos que pensar cuánto…

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“A ver”, decía el maestro, “pongan atención: Si del tercio, 600 restareis, y el residuo al cuadrado elevareis, obtendréis 50 menos uno. ¿Cuál es el número?”

Todos mudos; lo veíamos como ven las vacas en el corral.

“A ver, ¿cuál es el número?” Y empezaban las adivinanzas.

“Piensen con la cabeza.” El maestro se pegaba en la frente para mayor énfasis.

“Chicos, para eso tienen la cabeza sobre los hombros. ¿Por qué creen que Dios puso el cerebro en ese lugar tan especial, la parte superior del cuerpo humano? No piensen con las vísceras.”

Me quedé pensando qué sería una víscera y donde estaría. ¿Se escribiría con b grande o con v chiquita? No me atreví a preguntar, y qué flojera buscar la palabra en el diccionario: mejor me quedé con la duda.

“A ver, niña, cierra la boca, no seas boba, ¿cuál es el número?”

Estaba absorta mirando restregar con vehemencia las patas delanteras de una mosca sobre la blusa blanca de mi compañera. 

“A esta niña le comieron los ratones la lengua por tener la boca abierta.” Risas…

“¡Échenle cerebro, ya están en tercer grado, ya saben las tablas de multiplicar de memoria!” 

Silencio sepulcral.

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No recuerdo cómo hizo el maestro para despertarnos de aquel sopor exacerbado por la canícula, pero lo cierto es que no salimos de ahí hasta no quemarnos el cerebro y resolver el problema: 1821.

El maestro lograba sacarnos de aquel letargo cataléctico por medio de su vasta imaginación. A través del mundo de los juegos, vislumbrábamos el universo de los adultos: fascinante y aterrador a la vez. Inventaba historias fantásticas a través de las cuales nos enseñaba a enamorarnos de las galaxias, de los seres vivos, de las artes y de las ciencias. Entre fracciones y decimales en ocasiones hablaba de amor: “la fuerza que mueve al mundo, no es sólo sentimiento, sino compromiso.” Nos enseñaba lo que significa amar, respetar, y agradecer al Creador del universo todo lo creado por Él en la tierra, en el agua y en el firmamento.

Su sonrisa inspiraba confianza, con una palmada o un guiño lograba sacarnos de la prisión de inseguridades y temores. También exigente: examen diario, 10 planas diarias de caligrafía, sin manchas ni errores, y los zapatos encerados y lustrados, mañana y tarde.

No advertimos ni valoramos el esfuerzo que invertía en preparar las clases. Tampoco supimos apreciar su desgaste: la pasión que lo consumía tratando de iluminar nuestros cerebros perezosos.

Aquellos días no contábamos con libros de texto: “Saquen sus cuadernos de Biología y apunten: ¿En qué nos quedamos? ¡Ah, sí! Quinto punto, Sentido de la vista, punto y aparte. “La vista es el sentido que nos hace percibir por medio de la luz, coma, las imágenes… con acento en la a… que llegan al ojo a través… con acento en la e… de la córnea… con acento en la o… coma… pasan por la pupila… punto y coma…”. Era el tiempo en que los maestros la hacían de texto, de instructor, de cómico, árbitro, psicólogo, guía espiritual… y los niños teníamos qué memorizar las lecciones. Con puntos y comas.

Las ideas expresadas por el maestro eran frágiles: pequeñísimas semillas de mostaza que revoloteaban, jugaban, se escondían, se perdían. Unas cayeron en cabeza dura y murieron. Otras en corazones indiferentes y se asfixiaron. Pero unas cuantas cayeron en cerebros húmedos, cálidos y fértiles y ahí se incuban. Tal vez tarden en dar fruto, pero ahí esperan.

La misteriosa y lenta maduración de los valores requiere de maestros que tiren su semilla al aire y no les importe dónde germina ni quién recoja la cosecha, ni cuándo. El maestro no muere jamás: su presencia perdura en las mentes, corazones y acciones de los que reciben el regalo de sus semillas.

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