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Adam Driver y Golshifeth Farahani en Paterson. Foto: Mary Cybulsky/Amazon Studios, vía Bleeker Street 
 
 

[OP-ED]: Paterson o la rutina hecha poesía

El director estadounidense Jim Jarmusch vuelve a la pantalla gigante con una maravillosa película sobre el lado mágico de la vida en un pueblo olvidado de…

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Detrás de una gran película suele haber una pregunta muy simple, que tarde o temprano, fuera de la sala de cine, todos terminamos por hacernos. Digamos que la escritura tiende a girar alrededor de una pregunta fundamental, no tanto para encontrarle una respuesta como para lograr formularla. De cierto modo, el mérito de toda narrativa se mide por la claridad con que logre formular esa pregunta que la inspira. En el caso de Paterson, la última película de Jim Jarmusch, el acierto es total, un mismo interrogante recorre con enorme precisión y sinceridad cada escena, desde el primer hasta el último plano : ¿Cómo llevar una vida plena, lejos de la apatía y el tedio, en una existencia marcada por la rutina, la monotonía y las presiones económicas que obligan a renunciar a los sueños? Jarmusch, posiblemente el director estadounidense más importante de las últimas generaciones, asume su responsabilidad de artista y ofrece una respuesta sin rodeos : mediante la poesía. Su postura es valiente y directa, recordando la de grandes narradores latinoamericanos como Cortazar o García Marquez : la vida puede ser sosa o fantástica, todo depende de nuestra capacidad para vivirla de una manera poética. 

Quizá bastaría con decir que Paterson es, en sí misma, un poema en forma de película. Como ya lo hiciera en Ghost Dog (1999), Jarmusch ocupa a menudo la extensión de la pantalla con letras que van formando versos. El tiempo de la narración, puntuado por las repeticiones de la rutina – alarma, café, trabajo, almuerzo, regreso a casa, cerveza – y el paso de los días anunciado en letreros, fluye como si se tratara de un soneto, formando una métrica regular, suavísima y distendida. Hay silencios llenos de color y planos rebosantes de silencio. Quizá ningún otro director sepa manejar el ritmo en imágenes como Jarmusch lo hace. Hay largas tomas de paisajes cálidos, cascadas y avenidas desiertas, y también largas cabelleras negras, el rostro de la mujer amada que lentamente se mezcla y se superpone al agua cayendo. 

Tanta belleza en un pueblo en decadencia de Nueva Jersey llamado Paterson, recogida por la mirada de un conductor de bus también de nombre Paterson (Adam Driver, conocido por su participación en la serie Girls, Adam Sackler), lo cual es, por supuesto, una triste ironía. Es como si desde su nacimiento, el joven protagonista hubiera sido destinado a recorrer las mismas calles del pequeño pueblo olvidado que lo vio dar sus primeros pasos. Así que Paterson termina, en efecto, conduciendo un bus, haciendo el mismo trayecto días tras días en su natal Paterson. Repetición, monotonía, tedio, rutina. Pero no, nada de eso. Desde los ventanales de su enorme maquina, Paterson contempla la vida como si fuera una pintura, descubriendo detalles asombrosos que suelen pasar desapercibidos; con el mismo interés escucha disimuladamente las conversaciones de sus pasajeros, que a menudo rayan con lo absurdo y lo irreal; la hora de almuerzo la pasa meditabundo en una banca de madera, observando una enorme cascada que cae entre dos montañas; los pequeños sobresaltos de la rutina, une avería mecánica, un tenso episodio de celos entre una pareja, los vive con serenidad y responsabilidad ; de regreso a casa, lo espera una esposa dulce y desentendida de la realidad (Golshifteh Farahani), más parecida a una niña que a una mujer adulta. Juntos han logrado construir un pequeño santuario de tranquilidad.  También hay un perro, un bulldog gruñón opuesto a su dueño, y un bar local mal iluminado, atendido por un melómano bonachón que tiene el habito de jugar partidas de ajedrez en solitario. Al final del día, todo va a dar a un cuaderno de poesías que Paterson entretiene secretamente en su sótano y en el que trabaja constantemente pero sin afán durante la jornada. La vida, para Paterson, es eso, una fuente inagotable de poesía. 

Así, siguiendo el día de día de un conductor de bus, Jarmusch ofrece en esta maravillosa película el retrato sobrio y reposado de un hombre sencillo, sensible y valiente, que ante todo tiene el talento necesario para ser feliz.  

 

 
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