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[Op-Ed] En algún lugar sí, en otra parte no

Mientras las luces navideñas iluminan las calles de las grandes ciudades y el aroma a pan dulce in

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Mientras las luces navideñas iluminan las calles de las grandes ciudades y el aroma a pan dulce inunda los hogares de millones de familias, existe una realidad paralela que transcurre en silencio, lejos de los magníficos festivos y las reuniones familiares. En un mismo planeta, en un mismo momento, la humanidad vive experiencias tan dispares que parecen pertenecer a universos diferentes, especialmente durante estas fechas que tradicionalmente evocan unión y esperanza.

 

La globalización y las redes sociales nos han permitido ser testigos instantáneos de esta dualidad descarnada. Mientras algunos comparten en Instagram sus cenas elaboradas y regalos costosos, las mismas plataformas nos muestran imágenes de refugiados que huyen de conflictos armados, llevando consigo apenas lo indispensable para sobrevivir. La tecnología ha democratizado la información, pero también ha amplificado la conciencia de nuestras diferencias.

 

Esta dicotomía no es nueva, pero se hace más punzante durante las festividades de fin de año. En Buenos Aires, Madrid o Nueva York, familias enteras se reúnen alrededor de mesas abundantes, mientras en Yemen, Gaza o Sudán del Sur, otras familias luchan por conseguir agua potable o un plato de comida. La ironía más cruel es que ambas realidades coexisten en un mundo que produce suficientes recursos para alimentar a toda su población.

 

El contraste no se limita a la guerra y la paz, o a la abundancia y la escasez. Se manifiesta en cada aspecto de la vida cotidiana. Algunos niños reciben tablets y consolas de última generación, otros trabajan en condiciones infrahumanas en minas de coltán, el mineral necesario para fabricar esos mismos dispositivos. La desigualdad no es un accidente, sino el resultado de un sistema económico global que ha normalizado estas discrepancias como "el orden natural de las cosas".

 

La pandemia del COVID-19 dejó al descubierto estas fracturas sociales con una claridad brutal. Fuimos testigos de cómo algunas familias podían darse el lujo del teletrabajo desde segundas residencias rurales y otras se hacinaban en espacios reducidos, obligadas a elegir entre el riesgo de contagio o el hambre. Años después, estas cicatrices siguen abiertas y las diferencias se han profundizado aún más.

 

Sin embargo, reconocer esta realidad no debe paralizarnos en la autocompasión o la culpa. El verdadero desafío radica en transformar esta conciencia en acción. Las soluciones no son simples ni inmediatas, pero existen caminos para reducir estas brechas, como las políticas públicas más equitativas, un sistema tributario más justo, mayor inversión en educación y salud, y un compromiso real con el desarrollo sostenible.

 

Es hora de cuestionar nuestro modelo de sociedad y las narrativas que lo sostienen. La verdadera celebración de la humanidad no puede limitarse a un sector privilegiado mientras otros sufren carencias básicas. El espíritu de unión que pregonan estas fechas debe trascender los círculos familiares y transformarse en un compromiso activo con la construcción de un mundo más equitativo. Solo entonces podremos hablar de una verdadera celebración global, donde la alegría no sea el privilegio de unos pocos, sino el derecho de todos.

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