Microcuento.

 

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Había crecido como un árbol torcido. No por accidente, sino por necesidad. Cada rama era un camino que no eligió, cada hoja un secreto que la protegía.

 

Su madre la miraba sin verla. Su padre, un rumor distante. Ella se construía cada día, no con palabras, sino con silencios. Un músculo que se estira, una mirada que se desvía, un suspiro que dibuja mundos.

 

No era una mentira. Era una persistencia. La forma en que los árboles crecen hacia la luz cuando toda la tierra conspira para hundirlos. Había aprendido que la verdad no es lo que se cuenta, sino lo que se sobrevive.

 

En el pueblo, la llamaban “inusual”. Pero nadie entendía que estaba tejiendo algo más que una vida, estaba inventando su propia libertad. Cada gesto era un hilo, cada recuerdo una hebra que la sacaba de los márgenes estrechos donde intentaban contenerla.

 

Un día desapareció. No se fue. Simplemente se transformó. Como esos insectos que mudan de piel, dejando atrás solo el contorno de lo que fueron.

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