[OP-ED]: La trampa del comercio, de Trump
La política exterior de Trump, tal como está ahora, descansa en una contradicción masiva y aparentemente indestructible. Trump desea que Estados Unidos siga…
Es difícil eludir esa contradicción, porque refleja un malentendido básico de la “grandeza” norteamericana que Trump persigue tan ávidamente. Para Trump, esa grandeza se mide principalmente en términos económicos: el número de puestos de trabajo agregados; la trayectoria de los salarios; las tasas de crecimiento económico. Es un anhelo nostálgico y poco realista por el dominio económico del que disfrutó Estados Unidos en las décadas de 1950 y 1960.
La verdad es que la grandeza norteamericana entonces y más tarde nunca se centró sólo en dólares y centavos. La prosperidad era un medio para lograr un objetivo, no un objetivo en sí mismo. El objetivo mayor era promover la democracia y las economías mixtas, con el poder dividido entre el mercado y el gobierno. Para avanzar esa visión, Estados Unidos abogó por un comercio abierto y proporcionó un paraguas militar. Este último creó un escudo geopolítico contra la inestabilidad.
Trump ve los costos de esos programas como una demostración de que los líderes norteamericanos pasados estaban dispuestos a sacrificar los intereses de los norteamericanos ordinarios por una cooperación global sin sentido. Los funcionarios estadounidenses negociaron horribles acuerdos comerciales; los trabajadores norteamericanos perdieron sus puestos de trabajo debido a las importaciones; nuestros supuestos aliados no se hacen cargo de la porción justa de los gastos militares. Esos “aliados” eran rivales, no socios.
Aunque hay algo de verdad en esas quejas, fueron (y son) fundamentalmente engañosas. La idea de que Estados Unidos simplemente abandonó sus propios intereses por los de Japón, Alemania y Corea del Sur—para escoger algunos países obvios—no se ajusta a los hechos. Los norteamericanos pensaron, correctamente, que adoptar un enfoque generoso del mundo ejemplificaba “un interés propio ilustrado”. Nuestros intereses económicos y políticos fueron servidos por un sistema global próspero y cada vez más democrático.
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Como “gran estrategia”, la concepción norteamericana del orden mundial, posterior a la Segunda Guerra Mundial, en gran parte triunfó . La economía global prosperó. Una Europa más rica estableció democracias más estables. La Unión Soviética se derrumbó. Estados Unidos se benefició de todo eso. No hubo una Tercera Guerra Mundial. El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, tan pronto después de la Primera Guerra Mundial, desacreditó el aislacionismo norteamericano del período entre las dos guerras. Esa reacción negativa fue la que incubó la política exterior norteamericana.
Ahora estamos en una nueva época. ¿Qué papel puede desempeñar Estados Unidos? A menudo, Trump parece pensar de dos maneras. La semana pasada en Europa, Trump advirtió sobre los peligros de una Corea del Norte armada y prometió ser fiel a los ideales norteamericanos de libertad. Pero como Trump seguramente descubrió, postular una política exterior internacionalista que mire hacia afuera es difícil cuando la política interna es nacionalista y mira hacia adentro. En el exterior, ese intento de equilibrio no resultó.
Una nueva encuesta de Pew con 40.448 encuestados en 37 países halla una gran caída en las opiniones favorables sobre Estados Unidos. Al final de la presidencia de Barack Obama, el 64 por ciento de los encuestados extranjeros vieron favorablemente a los Estados Unidos; ahora, esa cifra es 49. Se preguntó a los encuestados si sentían “confianza” de que el presidente norteamericano fuera a “hacer lo correcto” en asuntos mundiales. En Alemania, sólo el 11 por ciento pensó que Trump lo haría; la tasa de Obama era del 86 por ciento. En México, el 5 por ciento apoyó a Trump, mientras que a Obama, el 49 por ciento. Sólo en Rusia y en Israel Trump superó a Obama.
Como resultado, es más difícil para Trump liderar internacionalmente. Los líderes extranjeros se le pueden oponer con mayor facilidad sin sufrir consecuencias políticas internas adversas. Trump dificultó aún más las cosas al antagonizar a otros países cuando se retiró del acuerdo de París sobre cambio climático global. No había necesidad; todos los objetivos del pacto son voluntarios.
Por supuesto, si el objetivo de las políticas de uno es principalmente aumentar las exportaciones y los puestos de trabajo, nada de eso importa. Pero ahí también el enfoque de Trump puede fallar. Abandonó el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica—un acuerdo comercial con otras 11 naciones de la vertiente del Pacífico; muchos economistas consideran que fue una metedura de pata, porque las economías asiáticas están entre las de crecimiento más rápido. Y la semana pasada, Europa y Japón anunciaron que están negociando un acuerdo comercial que cubre el 40 por ciento del comercio mundial y excluye a Estados Unidos. Estar fuera de esos acuerdos debilitaría las exportaciones norteamericanas. Además, la Unión Europea advierte que podría tomar represalias contra Estados Unidos, si Trump restringe las exportaciones de acero de Europa.
Lo que estamos presenciando es extraordinario: una entrega voluntaria de poder e influencia. Trump puede creer que el comercio y los asuntos del medio ambiente pueden mantenerse separados de las cuestiones geopolíticas, como el programa nuclear de Corea del Norte. Por el contrario, la historia sugiere que el comercio y la geopolítica van de la mano. Para negociar con Corea del Norte, Trump necesita aliados para endurecer las sanciones económicas o para apoyar una acción militar. Cuenta con muy pocos porque ha sido muy descuidado al renunciar a la responsabilidad de un sistema comercial global.
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