[OP-ED]: En lugar de dirigirse a la pantalla grande, dedique un momento este verano a la introspección
La semana pasada, envié a mi esposo y a mis dos hijos a disfrutar de la muy anticipada película de súper héroes, “Wonder Woman”. Antes, solía ser parte de esas…
Algunos en Internet se enojaron porque en un teatro hubo una presentación del film exclusivamente para mujeres, lo que a su vez indignó a otra gente. Otros se molestaron porque Wonder Woman no usó bragas con la bandera americana, telegrafiando así un prejuicio izquierdista de Hollywood a favor de un globalismo que socava la identidad.
Otros más debatieron lo que expresa la popularidad de Wonder Woman, y su interpretación por la actriz israelí Gal Gadot, sobre el judaísmo como identidad, religión e incluso raza.
Hubo testimonios extáticos sobre la capacidad del film para potenciar a mujeres de proporciones normales en la lucha hacia la fuerza económica y política, extrañas fusiones de la heroína de ficción con las mujeres que testifican contra Bill Cosby en su juicio por agresión sexual, e interminables disquisiciones feministas sobre si se debe colocar tanta importancia sobre los atléticos y refulgentes hombros de una violenta fantasía sexual de Hollywood.
Jill Lepore, autora de “The Secret Story of Wonder Woman”, admitió en The New Yorker: “No estoy orgullosa de haber encontrado solaz al ver a una mujer con una diadema dorada y botas hasta los muslos cascar a hordas de hombres terribles. Pero así fue.”
Rápidamente todo eso fue demasiado para una película que se suponía que debía ser un buen entretenimiento para disfrutar en el cine mientras se comía palomitas.
Pero vivimos una época tremendamente polarizada políticamente, en la que todo es político; todo constituye una prueba de Rorschach sobre lo que uno cree y de lo que uno está a favor—o en contra.
Hay cantidad de pruebas documentadas que muestran que la ideología política influencia las propias creencias sobre la seriedad de ciertos actos delictivos, sobre si una persona es apropiada para salir con ella o si una persona merece o no una beca. Ahora nos enteramos por medio de un grupo de investigadores que escriben en Harvard Business Review que el partidismo puede dar un sesgo a nuestra conducta económica.
“Cuando se les presentó una oportunidad de compra, los consumidores tuvieron el doble de probabilidades de participar en una transacción cuando sus simpatías partidarias eran las mismas que las del vendedor. En nuestra encuesta, tres cuartos de los sujetos rechazaron un pago monetario más alto para evitar ayudar al otro partido—en otras palabras, prefirieron salir peor parados para no beneficiar al otro partido.”
Los autores concluyen que la discriminación sobre la base de simpatías partidarias está tan generalizada en las transacciones interpersonales y económicas que merece “más escrutinio sistemático—no sólo de académicos sino de empresarios, trabajadores y consumidores.”
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No hay necesidad de esperar que los académicos hagan eso por nosotros. Un antídoto para evitar reducir todo a “nosotros contra ellos” es pensar cómo y por qué uno piensa, en lugar de centrarse tan restringidamente en lo que uno piensa.
Cuando la religión se ve cada vez más marginada en la vida pública, y cuando la confianza en las instituciones, desde el gobierno a la educación, continúa cayendo, es un momento magnífico para comprender las raíces de nuestras propias creencias.
Recomiendo “Justice: What´s the Right Thing To Do?”, de Michael Sandel, que cubre una amplia gama de interesantes preguntas sobre la vida cívica y describe los fundamentos filosóficos de impulsos contradictorios. (La maravillosa serie de 12 horas de lecciones de Harvard está disponible en YouTube, también.)
O “The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and Religion”, de Jonathan Haidt, que se describe correctamente como un libro “para aquellos listos para cambiar la ira por la comprensión.”
Si necesitan algo más liviano (que vaya bien con las palomitas), lleven a la playa “Morality and the Movies: Reading Ethics Through Film” por Dan Shaw, y podrán considerar lo que tienen en común con algunos de los personajes más extraordinarios del cine.
Realmente, todo lo que uno haga para comprender sus creencias esenciales—y para alejarse de la constante y fugaz presión de la ofensiva mediática, de tomar partido y de responder con indignación—puede ser un antídoto contra las posturas recalcitrantes.
Y no es que uno deba cambiar sus convicciones. El valor real yace en comprender que todos los principios son valiosos, para apreciar las creencias de los demás—y quizás hasta encontrar algún terreno común.
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