El Gran Hermano: El cómplice necesario | OP-ED
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Una Comisión de la Verdad, que investigó las raíces de la violencia colombiana ―que sigue dejando muertos y víctimas―, señaló con precisión lo que siempre se calló y negó: el conocimiento y la complicidad del Gobierno de Estados Unidos, y su difundido concepto del enemigo interno.
Sin la intervención del Gran Hermano, que actuó y calló ante la atrocidad de soldados, policías, paramilitares y criminales colombianos, muy posiblemente jamás se hubieran superado todos los límites de la violencia y de la bestialidad generadas por una guerra entre hermanos que aún se resiste a morir.
La Comisión puso en el papel lo que siempre fue voz popular: durante décadas, el Gobierno estadounidense brindó fondos y entrenó al Ejército de Colombia en su lucha contra las guerrillas marxistas y la economía de las drogas con la que se financiaron.
Entre las pruebas hay miles de documentos, según los cuales, durante décadas Estados Unidos tuvo conocimiento de supuestos crímenes cometidos por el ejército colombiano “y aun así la relación siguió creciendo”.
Un informe de la CIA de 1988, cuando se acentuó el exterminio del partido Unión Patriótica (UP), dice que la ola de asesinatos contra “presuntos izquierdistas y comunistas” era resultado de un “esfuerzo conjunto” entre el jefe de inteligencia de la Cuarta Brigada del ejército colombiano y el narcotraficante Cartel de Medellín.
En el documento, un funcionario de la CIA escribe sobre una masacre de 1988 en la que 20 campesinos, integrantes de un sindicato, fueron asesinados. El funcionario dice que Estados Unidos creía que los asesinos “obtuvieron los nombres de los objetivos previstos” de la Décima Brigada del ejército.
Otros documentos muestran que Estados Unidos sabía que petroleras pagaban a los paramilitares a cambio de protección y que al menos una compañía reunía inteligencia para el ejército colombiano. Una empresa “activamente brindaba inteligencia sobre las actividades de la guerrilla al ejército”, según la CIA, “empleando un sistema aéreo de vigilancia a lo largo del gasoducto para mostrar los campamentos de la guerrilla e interceptar las comunicaciones de la guerrilla”.
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El ejército de Colombia “exitosamente explotó está información y causó unas 100 bajas durante un operativo contra la guerrilla” en 1997.
Otro documento refiere el escándalo de los falsos positivos, larga serie de oscuras acciones militares en que mataron a miles de personas durante la presidencia de Álvaro Uribe, para hacerlas pasar por muertes en combate, un esfuerzo por mostrar que se estaba ganando la guerra. Según exintegrantes del ejército, se sintieron presionados a matar a otros colombianos por sus superiores.
Un memorándum del Pentágono al entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, aplaude el aumento de muertes en combate a partir de que Uribe asumió el poder: 543 en apenas seis meses, comparados con 780 durante los últimos dos años del gobierno previo. Solo que no eran muertes en combate, sino crímenes de lesa humanidad.
El motor de la criminal actividad militar colombiana durante estas décadas fue, y sigue siendo, el obsceno concepto de enemigo interno, según el cual, quien no esté con el Gobierno está contra él, y en esa condición es un peligro inminente y su destino es ser eliminado.
A ello se debe que ocho de cada 10 muertes de la guerra hayan sido civiles desarmados, según la Comisión. Y Estados Unidos siempre lo supo, pues sembró y alimentó ese concepto en la infame Escuela de las América, en Panamá, donde adiestró para matar a militares latinoamericanos, ―decenas y decenas de ellos colombianos― que terminaron convertidos en terror, matando o desapareciendo a quien consideraban enemigo del Estado.
El Gran Hermano del norte fue un cómplice necesario: sus consignas, su dinero, su silencio, su patrocinio, su entrega de armas y más armas, son la prueba. ¿Alguien lo duda? Diez millones de víctimas colombianas lo confirman.
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