Colombia, el país del espanto | OP-ED
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Es un desfile interminable de salvajadas bestiales confesadas por los hijos de las hienas.
La larga serie de relatos espeluznantes revela la infamia de un ejército cuyo honor se mide por platos de falso arroz chino y ratos con prostitutas prepagadas con los que los comandantes premiaban a soldados alienados para obedecer por encima de todo.
Como componente del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición creado por el Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Colombia y la guerrilla de las Farc, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) es el escenario donde la brutal franqueza de víctimas, testigos y victimarios ha validado lo sabido: que en el sistema de seguridad hay hordas de asesinos sin otro control que la locura.
¿Cómo no espantarse cuando un soldado pide perdón a la hija de un hombre al que mató, mientras le revela: “cuando a su papá me lo entregaron (sus superiores del Batallón La Popa de Valledupar, para que lo matara y lo acusara de ser guerrillero) había salido a comprar la torta para celebrarle su cumpleaños”?
¿O, cuando otro, con serenidad confiesa que sus crímenes eran pagados por sus comandantes con “cien mil pesos (25 dólares) y un arroz chino” (vale 2 dólares en restaurantes populares)?
“El señor llevaba en la mochila dos limones, no dos granadas”, como se argumentó para justificar su asesinato, admite otro militar.
Y otro más narra que una de sus víctimas le dijo: “yo sé que me va a matar”, y él, con un cinismo de no creer, le replicó: “pues ya que lo sabe, póngase este uniforme del ELN (otra guerrilla), y le prometo que entregaré su cadáver a sus parientes”.
Pero ¿todo eso, por qué? El largo Gobierno de Álvaro Uribe Vélez permitió que, en la eterna guerra interna colombiana, dentro de las Fuerzas Militares, la antigüedad y los méritos fueran reemplazados por la cantidad de resultados positivos de cada unidad y cada militar.
Así, desataron una infame cacería de campesinos, desempleados, drogadictos, todos inocentes, a quienes luego de asesinarlos, vestían con prendas de guerrilleros y ponían armas en sus manos muertas. Después convocaban ruedas de prensa para informar de subversivos muertos en combate.
Esos episodios, que nadie decente olvidará jamás, son conocidos como falsos positivos. Cada positivo era puntos para tener en cuenta en las evaluaciones de ascensos y reconocimientos.
La JEP investigó y logró establecer, hasta ahora, que entre 2002 y 2008, de esa manera fueron asesinados 6402 seres absolutamente inocentes, por soldados de unas Fuerzas Militares que miran mal a quien no las califica de gloriosas y no llama héroes a sus miembros.
No todos los 450,000 soldados y policías son hienas hambrientas y enloquecidas. Pero, casi sin excepción, todos son cómplices, porque supieron lo que ocurría y callaron. Y, en el fondo, todos estaban imbuidos por el espíritu del combate al enemigo interno.
Las dos o tres voces que, ahítas de sangre y salvajismo, rompieron el silencio, fueron expulsadas con deshonra y silenciadas de cualquier manera.
Ese enemigo interno es el embeleco conceptual que Estados Unidos ha insuflado en el espíritu de los militares latinoamericanos, y que predica, sin decirlo, que todo el que levanta la voz contra el statu quo es un enemigo que se debe neutralizar.
Es el eufemismo hecho narración soldadesca: en Colombia, los militares ―y aquí hay que incluir a los ministros de Defensa, civiles desde hace lustros― no dicen que mataron a alguien en sus operaciones, sino de que lo neutralizaron.
Esas Fuerzas Militares tendrán, desde el 7 de agosto, un nuevo Comandante en Jefe. Gustavo Petro, elegido presidente con 11 millones largos de votos, fue guerrillero del M-19, guerrilla que pactó la paz hace dos décadas.
Él es un enemigo interno que sobrevivió y al que la ultraderecha, dirigida por Uribe Vélez y aliada eterna de los militares, odia con todas sus fuerzas.
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