Aún a Bordo
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Vivo, al menos por seis meses, en un barco de pasajeros. Estoy a mitad de mi segundo contrato; es decir que durante 9 de los últimos 11 meses he estado en un barco, o “crucero” como se les llama. A bordo, 1 de cada 4 personas es miembro de la tripulación, es decir, en promedio hay 1000 tripulantes y 3000 pasajeros. Al menos así fue hasta hace unos días. El 11 de marzo la Administración de Donald Trump ordenó a todos los operadores de cruceros detener las operaciones programadas hasta el 10 de abril por motivo de la creciente amenaza que, como ya el mundo sabe, representa la evolución del COVID-19.
Al igual que ustedes, nosotros, los otros 1000, estamos en cuarentena. En un espacio que está vivo, en el que siempre hay alguien trabajando, día y noche. ¿Qué ha cambiado para nosotros? No hay pasajeros a bordo. Todos los días nos toman la temperatura, no se reportan casos del virus. Aquellos cuyas labores son vitales para el funcionamiento del navío siguen trabajando, pero hay posiciones que dependen de los huéspedes para hacer su trabajo: meseros, vendedores, músicos, fotógrafos, masajistas, bailarines. Todos aún a bordo, lejos de sus hogares, viviendo la cuarentena en comunión y tratando de mantenerse en contacto con sus familias.
La mayoría de nosotros vive en cabina compartida. Camarotes dobles, un baño, un televisor. Estar en cuarentena real es prácticamente imposible acá, porque en todo caso los espacios son comunes: comedores, gimnasios, corredores, bares y lavanderías. Acá no hay lugar a la privacidad, y estamos entre personas que no conocemos mucho; aunque seamos amigos, aunque hay quienes encuentran pareja o vienen como pareja, la vida de nosotros está afuera. Pero el mundo está en cuarentena, y no sabemos en realidad cómo se esté desarrollando la crisis afuera. En un entorno en el cual generalmente estamos ocupados y en el tiempo libre dormimos o lo dedicamos a pequeñas dosis al ocio, hoy tenemos mucho tiempo.
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Especulamos entre todos si, de no poder desarrollarse oportunamente una cura contra el virus, el fin del mundo como lo conocemos se acerca. Tenemos la fortuna de estar en uno de los lugares más seguros en caso de que así sea. Pero el resto del mundo no. Nuestros padres y hermanos. No se imaginan cuántas de las personas que viven a bordo tienen cónyuge e hijos, yo los he visto, me han compartido sus fotos, me incluyen por segundos en sus conversaciones, “mira a mi hija, tiene tres meses”, “ella es mi esposa, está por dar a luz”, “es el cumpleaños de mi padre, tiene setenta años y aún ríe como chico”.
Extrañamos el mundo exterior, todo el tiempo. Durante lo que se prolonguen nuestros contratos, tenemos la oportunidad de salir a puerto cada vez que tocamos tierra (hay ocasiones en que no podemos salir), pero conforme las semanas a bordo pasan y el cansancio se acumula, dejamos de salir. Dormimos, lavamos ropa, comemos, trabajamos, tomamos unos tragos en la noche y volvemos a dormir. Ahora que no podemos salir de acá, pues bueno, tratamos de encontrar qué hacer. Unos leen, muchos ven películas. Algunos practican deporte, muchos retoman el gimnasio, pero las opciones que hay no nos impiden pensar sobre lo que está sucediendo.
La cuestión con esta incertidumbre es que nos hace pensar en el peor de los escenarios. Y aunque la empresa hace grandes esfuerzos para mantenernos a bordo, sabemos que no puede ser por mucho tiempo. Acá esperamos que los científicos encuentren una cura, que la economía y los mercados se reactiven, que los pasajeros vuelvan. Esperamos buenas noticias del mundo exterior, y aunque llevamos pocos días de este encierro, aún los acontecimientos no se dan de la manera que deseamos. Son las tres de la tarde y en medio del mar, pienso que el mundo necesitaba detenerse a recorrer sus pasos. La oportunidad llegó con gran sorpresa, el escenario no es ideal y esperamos que la gente no sucumba al miedo, al caos, al egoísmo. Mi opinión es impopular, y aunque necesito y disfruto este trabajo, siento un extraño alivio al ver que el mundo se sacude ante un fenómeno inesperado que desnuda importantes fallas de los gobiernos, del mercado; desde acá lo puedo ver, centros comerciales vacíos, supermercados desabastecidos, hospitales que no pueden hospedar a todos los pacientes. Pero qué sé yo si yo vivo en un barco alejado de los problemas de los demás, si bien pudiera nada importarme.
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