El Estado de la Unión, o cómo el país se ha transformado en una audiencia dividida
Con más de cien años de existencia, el discurso del Estado de la Unión es una tradición donde el presidente de Los Estados Unidos intentaba unificar al país…
“Estoy agradecido de poder decir que el país está en paz con todo el mundo, y que se multiplican las manifestaciones de felicidad en torno a nosotros con una creciente cordialidad y sentido de comunidad de interés entre las naciones, prefigurando una era de paz establecida y buena voluntad”, leía el Presidente Woodrow Wilson el 2 de diciembre de 1913 durante el primer discurso del Estado de la Unión.
Más de cien años después, no podemos sino recordar con melancolía la era en la que el mensaje presidencial era un gesto honorable que inspiraba respeto, incluso si el bipartidismo se peleaba en los pasillos.
Gran parte de la campaña de Donald Trump fue precisamente la de romper con las tradiciones y con la corrección política en el stablishment de Washington, aún cuando ello supusiera destruir la democracia como institución.
Aún peor es el hecho de que su discurso como representante del país ha perdido credibilidad, no sólo a nivel nacional sino internacional, y sus presentaciones públicas son percibidas cada vez más como un episodio risible y menos como la voz de una nación que lidera al mundo libre.
Atrás quedaron las Cuatro Libertades de Roosevelt o la promesa de “curar y prevenir” la pobreza del presidente Johnson. Hoy, el Estado de la Unión es un mecanismo de control a un presidente que se alimenta de la atención de las cámaras y que sólo pareciera ceder ante la amenaza de no poder tener protagonismo.
Tras haber cerrado el gobierno por no obtener fondos para un muro fronterizo con México, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, decidió combatir fuego con fuego, y le negó al presidente Trump su escenario en el discurso anual del Estado de la Unión, hasta que reabriera el gobierno.
Fue la primera vez que el mandatario bajó los puños de su prepotencia y cedió.
Este es el síntoma más latente de un país dividido en dos realidades: aquella en la que vive el presidente en la pantalla de su teléfono y aquella que intentan vivir los ciudadanos que acudieron en masa a las urnas de votación para elegir representantes que pusieran un freno a la situación.
Peor aún, la diatriba entre una Cámara de Representantes de mayoría demócrata y un presidente con un partido fragmentado ha transformado el Estado de la Unión en el símbolo de la nación dividida.
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Julia Azari, profesora de ciencias políticas en la Marquette University, define esto como “la desaparición de la oposición leal”.
“La democracia requiere que aquellos con puntos de vista opuestos puedan argumentar – incluso hasta el punto de la incivilidad – sin que su desacuerdo ponga en peligro la supervivencia de la democracia”, escribe. “En otras palabras, la oposición leal es la idea de que las partes en conflicto pueden competir y debatir sin desafiar seriamente la legitimidad del sistema”.
Y eso es precisamente lo que está pasando.
Tanto las pataletas presidenciales como los “castigos” de Pelosi insisten en echar agua a una democracia con las bases agujereadas.
Tras el anuncio del partido demócrata de quiénes darán la respuesta de la oposición ante el Estado de la Unión recientemente pactado entre la Casa Blanca y el Congreso, la realidad de un proselitismo político y una campaña por el 2020 adelantada es evidencia del desespero de la nación.
La candidata demócrata por la gobernación de Georgia, Stacey Abrams, y el Fiscal General de California, Xavier Becerra, darán la respuesta al presidente en inglés y en español, respectivamente, después de que Julián Castro y Kamala Harris anunciaran sus candidaturas presidenciales para el 2020.
Pero para que la base demócrata pueda vencer a Trump en una posible reelección, tendrán que hacer mucho más que poner hispanos y personas de color en la vanguardia.
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