Una conversación exclusiva con Guillermo Arriaga
El guionista de “Amores Perros” y “21 Grams” habló con AL DÍA sobre su última novela, Salvar el Fuego, y su profundo amor por la frontera.
Guillermo Arriaga conoce la frontera como la palma de su mano. Todas ellas, dice, fuera de las de Sonora. “Desde que soy niño voy a la frontera cinco veces al año y le tengo un profundo amor”, me comenta. Piensa irse a vivir para allá en algún momento y por cómo la describe -“un territorio por sí mismo”, “uno de los mejores lugares del mundo” que quienes no conocen juzgan a la ligera-, consigue que yo también quiera coger un avión y mudarme para conocer a la gente que aparece en sus libros, que son fronterizos, un poco como la vida. O como todas sus novelas, sobre todo la última, Salvar el Fuego (ed. Alfaguara), donde hay paredes tan altas como el muro de una prisión, pero sus personajes las saltan igual.
Se abre la sudadera y me enseña con orgullo la camiseta de la colonia Unidad Modelo, donde crecieron él y el protagonista de su novela, José Cuauhtémoc, un indígena güero encarcelado por tratar accidentalmente con narcos, un desclasado, el hijo de un héroe indígena que se enamora de una bailarina de clase alta, Marina, tan seca de fuego creativo que sólo en la prisión y entre los brazos de Cuauhtémoc encuentra cómo encenderlo.
“México tiene una relación compleja con sus raíces. No hay ni un solo monumento a Hernán Cortés, e inclusive si un niño en la escuela se equivoca y dice que su héroe es Cortés pueden expulsarlo. Nuestros héroes son Cuauhtémoc - el último emperador azteca- o Xocoyotzin. Hay una grandiosidad de lo indígena y al mismo tiempo si te insultan, te dicen que eres un indio. Un ‘patarrajada’, un ‘tonto como un indio’”, cuenta Arriaga.
Salvar El Fuego es una novela escrita sin método, con el crepitar del fuego susurrándole al escritor al oído durante sus más de 600 páginas, pero aborda muchos temas candentes: la violencia en la frontera, el racismo y las raíces, el esnobismo del arte y el amor, que nunca se elige, y que es extremo y siempre rozando a la muerte, dos de los temas recurrentes de la literatura de Guillermo Arriaga.
“No sé por qué dicen que hablo de muerte cuando hablo de la vida”, se queja el mexicano, para quien el amor y la literatura tiene mucho que ver con la caza, aunque haya quien diga que no se mata a lo que uno ama.
“Si algo me ha enseñado la cacería de arco y flecha es que somos naturaleza y el amor también lo es. Los cazadores amamos a los animales profundamente, que es algo que los animalistas no entienden. El acto de cazar realmente dura diez segundos, pero cuando ves una foto de un cazador con su presa lo que estás viendo es el final y no el proceso, como cuando ves a una pareja haciendo el amor y te parece porno porque quitaste todo el acto de seducción y enamoramiento de antes. A veces cuando cazo me enojo conmigo mismo, otras me entra tristeza; es una sensación muy extraña, como lo es el amor”.
Arriaga no podría escribir una sola línea si no cazase, tampoco si no viviese. Con la franca humildad con la que habla, siempre de compadre a compadre, me cuenta las historias que hay detrás de los personajes de sus novelas; anécdotas recogidas en los rancheríos, chicos que se hicieron sicarios porque no les quedó otro remedio, personas tan humildes que se hacen tacos de aceite. Muchos de ellos, asegura, son sus amigos.
“Si algo me ha enseñado la cacería de arco y flecha es que somos naturaleza y el amor también lo es.
“Los escritores somos vehículos para contar las historias. Yo no soy migrante, pero soy compadre de migrantes e incluso padrino de sus hijos. ¿Me estoy apropiando de su experiencia o trato de expresar lo que no pueden?”, me interpela cuando le pregunto por polémicas como la de American Dirt.
Para Arriaga, la realidad mexicana no es dicotómica sino que hay toda una gama de individuos que no son ni buenos ni malos, a los que la vida situó en un lugar y quién sabe si no les quedó más opción. “Hay mucha podredumbre, claro, pero he conocido a comandantes a los que corromperlos es imposible. También he tratado a mucha gente que por rabia y frustración, o migran o se meten al narco. Pero mis compadres migrantes están desesperados, no enojados.
“Luego he conocido a otros que te dicen ‘¿sabes qué? Yo veo los comerciales de comida para perros y les dan de comer mejor que a mí. ¿Y sabes qué? Yo soy menos que un perro y no me importa matar a burguesitos”, cuenta con esa habilidad suya para llevarnos a la interioridad de las personas y los personajes y ver cómo el mundo se expresa a través de ellos, que es lo que no consigue el cine.
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Así nos vemos poseídos por el fantasma de Ceferino, el padre de José Cuauhtémoc, un hombre con sus luces y sus sombras, un héroe nacional y un defensor de la causa indígena que entre las cuatro paredes de su hogar es un monstruo. “Ah, sí -dice el escritor-, todos hemos conocido a personas así, capaces de lo mejor y lo peor.Que se casan con una española con la idea de revertir la colonización como hizo Ceferino, o encierran a sus hijos en jaulas para que se endurezcan. Eso, por cierto, ocurrió de verdad. A un compadre le pasó”, añade.
Por supuesto, no todos son narcos y gente endurecida por la vida. En Salvar el Fuego también reflexiona sobre el arte, ese que o bien nace de la cabeza, o bien de la emoción y la entraña, o de la verga, como le ocurre a José. “Híjole -dice Arriaga-, yo también creo que escribo con la verga. De la mitad del cuerpo para abajo, pero nunca con la cabeza”. Y no importa con qué se cree, ni tan siquiera el para qué, porque lo que define al arte, asegura, es la permanencia. “Hay escritores que son niños consentidos, como Borges, y escritores que vienen del fango, y todos han hecho obras maestras. No existe un arte verdadero y éste surge de las personas menos pensadas”, afirma.
“Los escritores somos vehículos para contar las historias."
Cuando Arriaga no encuentra una palabra, se la inventa. Algo, dice, que entenderán sobre todo los lectores fronterizos, muy dados a mezclar el español con el inglés para hablar de “washanderías” (en vez de ‘laudry’ -lavandería) o “liquearse la pipa” (to lick the pipe). De esa forma, Salvar el fuego es una rara y divertida combinación del slang de la frontera con palabras chilangas e incluso expresiones boricuas como “safacón” (‘safe a can’) y otras vecinas del español antiguo o nacidas de su propia imaginación.
“Es algo que llevo haciendo desde mis primeras novelas y la culpa la tiene un español, Pío Baroja, que dijo que quería estrujar el lenguaje hasta sacar la palabra que no encontraba, pero él usaba las que tenía”, dice. “Por ejemplo, ‘atipulado’, que lo mismo puede significar ‘acicalado’ que ‘bien vestido’. Hay gente que me decía que iba a ser intraducible, pero Joyce hacía lo mismo y a él no le importó. Si no me entienden, pues qué voy a hacerle”, bromea el escritor.
Por ahí se anima y me describe “las fronteras”, no una sino muchas, que hay entre Estados Unidos y México. A Guillermo Arriaga la fascina e inquieta al mismo tiempo que se hable de “latinos” para significar culturas tan distintas como la de un cubano de Miami o la de un chicano de Texas. “Son incluso hasta enemigos”, apunta. O la diferencia que existe entre un puertorriqueño de Nueva York y un salvadoreño de Los Ángeles. “Los gringos hacen lo mismo que los españoles hicieron llamando indios a todas las culturas indígenas, meter a todos en el mismo costal. Por eso cuando he tratado con los ejecutivos de Hollywood, ellos creen que pueden hablar del público latino y quieren poner a una actriz cubana con un mexicano manejando los distintos segmentos de los hispanos, pero no tienen ni idea de lo que están hablando”.
Ahora que me confiesa que su novela se iba a llamar El león tras el cristal, que lo cambiaron porque el fuego en todas sus vertientes se enciende más y más en cada una de sus páginas, desde el inicio, lo veo a Arriaga al otro lado de la pantalla, con una pared de pequeños troncos de madera detrás, como si estuviese en una cabaña, y pienso que a su escritura, igual que le ocurre a la gente de la frontera, que se inventa una lengua igual que hizo él, no hay modo de meterlos en una jaula. Aunque lo intenten, ella y ellos tienen la virtud del cazador: saber “hacerse monte”.
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