“Las fotografías son pulsaciones del alma”: La obra de Jesús Abad Colorado
En un país en que aprendimos a conocer su geografía por los nombres de las masacres, Jesús Abad Colorado nos está llevando a verla a través de los ojos de sus…
El Testigo, del fotógrafo colombiano Jesús Abad Colorado, abrió el 20 de octubre del año pasado y puede ser, sin exageración, la exposición que mayor impacto haya tenido en la sociedad bogotana. Pruebas de ello son que pasara de una duración inicial de tres meses a programarse para casi un año y, especialmente, el torrente de gente que la recorre en silencio seis días a la semana.
Las 557 imágenes, registro de 25 años de conflicto armado en Colombia, que la componen están en el Claustro de San Agustín, de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, justo al lado del Palacio de Nariño: un mensaje directo a la clase dirigente de este país, frente a la que Jesús tiene tantas reservas. Al entrar a la primera de las cuatro salas que la componen se abre un bosque de fotografías en blanco y negro interrumpido por una imponente instalación de Miler Lagos: dos árboles construidos con más de 40 toneladas de papel periódico reciclado, que dan una extraña sensación de consuelo por el recuerdo de la naturaleza, pero dislocada por ser naturaleza muerta. Entre los meandros de sus raíces, el público camina observando conmovido, a veces hasta el llanto, las fotos de campesinos e indígenas, niños y ancianos huyendo por la violencia, la naturaleza agredida por la guerra, combatientes paramilitares en el momento de entregar armas, llorando como si estuvieran aprendiendo a nacer.
Después esa primera sala uno sale agobiado al encuentro con las otras imágenes, pero con un sentido de compromiso solidario. “Tengo que verlas, aunque duela”. Las otras salas exhiben fotos sobre desaparición forzada y la búsqueda de los amados, actos de violencia contra la población civil y la última, imágenes del proceso de paz llevado a cabo durante el gobierno de Santos. Trenzado al dolor, todas estas fotos llevan la resiliencia del pueblo colombiano y un profundo amor que no sucumbe. Sobre esto conversé con él.
Por favor ayúdanos a presentarte, para quienes no te conocen. ¿Quién es Jesús Abad? ¿Cómo llegaste a cubrir el conflicto en Colombia y por qué a través de la fotografía?
Mis apellidos son Colorado López, mi nombre es Jesús Abad. Soy hijo de una familia campesina que huyó del municipio de San Carlos, Antioquia, a Medellín después de que mataron a mis abuelos y a un tío en el año 60. No habían surgido todavía las guerrillas, fue en esa época de la violencia en Colombia donde ser liberal era un delito y mis abuelos y mi padre eran liberales en una región muy conservadora. Mi padre, cuando huye con mi madre a la ciudad, ya lleva cuatro hijos, cinco con una hermanita de crianza, y en Medellín nacimos tres. Así que somos ocho hijos, papá y mamá.
Yo soy el menor, nací en el año 67. Mi mamá había sido unos años novicia y fue maestra de escuela en una región a ocho horas a lomo de caballo, en San Carlos. Por allá se conoció con mi papá en los años 50, que tenía hasta tercero de primaria. Cuando huyen a la ciudad, mi padre llegó en condiciones muy difíciles, desplazados por la guerra y, de varios empleos que tuvo, el que lo ayudó a transformarse como persona, siendo un hombre de muy buenos principios, fue la Universidad Nacional. Mi padre trabajó en la Nacional como obrero. Entró a trabajar en el año 61 y eso nos educó mucho a todos. Entonces yo crecí acompañando a mi padre a la universidad, casi que aprendí a leer leyendo las paredes, los grafitis de los movimientos sociales y las protestas. Y me sirvió mucho. Yo soy una sumatoria de miradas de esa familia de origen campesino, solidaria, amorosa, con una mamá que por haber pasado por el noviciado cuatro años y con algunos religiosos en la familia, siempre nos levantaron en la fe de que las cosas iban a mejorar, en el tema de la esperanza. Una familia muy amorosa, somos súper unidos. Mi papá ya murió, hace año y medio. Pero de eso soy producto. Entré a estudiar periodismo a finales del 86, y el año 87 mi primer semestre es en medio de toda esa violencia y guerra sucia que vive Colombia. Y cuando yo entré a la universidad, mi hermana mayor fue una mujer muy importante porque me enseñó a ver que los extremos ideológicos siempre se tocan.
A mí me marcó mucho la muerte de líderes y personas que me habían orientado en el periodismo, como fue el maestro Héctor Abad Gómez, y muchos humanistas que había en la universidad: en el año 87 fueron casi veinte estudiantes y profesores asesinados de la universidad y eso a mí me hizo decidir que a través de la fotografía era como quería contar la historia de mi país. Y la gente no creía. No creía porque me decían que para hacer fotografía no había necesidad de estudiar periodismo. Porque la gente no entiende que las fotografías son eso: pulsaciones del alma. Y con el paso de los años, qué tristeza decirlo, todo ese lenguaje fotográfico es el que está contando y sacudiendo a mucha gente de esta sociedad.
La exposición está llena de imágenes muy conmovedoras, sobre algunas de ellas ofrecen más elementos de contexto que sobre otras, pero aún así son muy sensibles. Recuerdo especialmente la de una niña sosteniendo su pollita, que me tocó mucho…
Esa no tiene tanto contexto… pero esa es una constante en la exposición: los animales en la guerra. Hay niños que llevan gallinas, otros van con sus perros, con sus cerdos, hay uno que lleva un mico, hay otro que lleva un pato pequeñito. Y es eso también lo que hace distinta la exposición y a esa mirada: es entender que en una sociedad como la nuestra se debate mucho sobre estadísticas, cifras de desaparecidos, de asesinados, de secuestrados, de hectáreas robadas, de víctimas de la violencia. Y yo lo que trato de hacer es ponerle un nombre, es una responsabilidad mía.
Me duele cuando no tengo el nombre de la niña de la gallina, o de su madre. Que todavía estoy en pos de volver a la zona a saber si ellos regresaron, para poder decir cómo se llaman. Y cuando te estoy planteando esto es que a mi me gusta saber en qué contexto vivían. Porque un campesino no es una cifra, no es su cuerpo. Más allá es su alma, todo lo que rodea la vida de un campesino.
En la exposición hay gente que va a caballo y lleva gallinas colgando: de la parte de adelante, de la parte de atrás, de las sillas de los caballos. Hay una niña que lleva en brazos animales. Hay otros que llevan bebés. Entonces uno dice: ésa es la guerra que esta humanidad no quiere ver. Yo sólo he trabajado en medio del conflicto armado en Colombia, no quiero conocer otro tipo de conflicto, no quiero ir a ningún otro país. Con la violencia que hemos vivido aquí me basta. Cuando Alfredo Molano hablaba de los desterrados, yo pensaba entonces en mi papá, en mi familia. Es pensar en todo lo que dejaron atrás: la huerta, las aromáticas, el sembrado de plátano… y llegar expulsados por la guerra a una ciudad que a uno lo agrede. Es muy fácil molestarse con la gente que llega, entre comillas, a invadir las ciudades o que se empieza a parar en las esquinas a pedir limosna. Pero te voy a decir: los desplazados no llegan a las ciudades a pedir limosna. Los desplazados llegan a las ciudades vender café, a vender limones, a vender cualquier cosa en una esquina de este país. Porque la gente sabe trabajar. Pero fueron humillados, ofendidos, son expulsados por la guerra y esta sociedad los estruja. Esta sociedad es muy violenta y la clase política de este país es mezquina. Durante dos siglos se han preocupado por saquear los recursos naturales, por saquear el presupuesto, por engordar sus bolsillos, el de sus vecinos, el de sus amigos partidarios, y no por sacar esta sociedad adelante. La exposición fotográfica El Testigo ahí el en el Claustro de la Universidad Nacional, para mí no es más que una forma de decirle a los señores ahí al pie, de la Casa de Nariño: “Este es el resultado de dos siglos de la forma en que ustedes han administrado a Colombia”.
¿Cómo se hace para retratar el dolor de las personas sin faltar a la complejidad de sus historias?
Yo no soy un fotógrafo que ande buscando guerras en otros países, ni ando buscando la guerra en Colombia.
Yo ando buscando el alma de los sobrevivientes. El alma de esos sobrevivientes me habla no solamente de eso que es tan complejo, del dolor, sino también del amor por la vida, de la resistencia, de la fuerza, de la humanidad que les permite seguir soñando, seguir manteniendo la esperanza a pesar de la humillación con que, en este país, los actores armados y la clase política han tratado a las personas más vulnerables.
Cuando yo te digo que soy una sumatoria de miradas, de aprendizajes, dentro de esos aprendizajes no está solamente el de la casa, la escuela o la universidad, sino que son esos aprendizajes precisamente de la misma gente con la que he trabajado. Por eso vuelvo a los mismos lugares a conversar con ellos. De ahí el documental El Testigo que acaba de pasar por dos salas de cine en Nueva York, y en el festival de cine colombiano le dieron el premio al mejor documental. A mí me alegra mucho porque es un ejercicio de mostrar que este reportero gráfico cuando va a un lugar no va con el ánimo de hacer una foto espectacular y salir con ella para publicarla. Yo a veces guardo las fotos un buen tiempo. Yo no estoy haciendo “chivas”, estoy contando la historia de la gente de mi país. Y en esa misma medida, sigo volviendo a los mismos lugares de donde partí, sigo manteniendo el contacto. Hay una empatía con la gente y es para mirarlos con humanidad, como tendríamos que hacer ante lo que le está pasando al otro. Y eso yo creo que se logra transmitir dentro de la exposición.
En la exposición llaman mucho la atención las fotografías de los cielos estrellados en lugares en los que se ha ofendido la vida, pareciera que la manera de responder y resistir a la violencia es una mirada muy poética ante la vida. ¿De dónde nació esta idea de fotografiar los cielos estrellados? ¿Sientes que ahí hay un acto de reparación hacia el lugar?
Pero son actos de reparación personales. Esa serie de cielos estrellados en lugares donde se ofendió la vida es el pensamiento de mi padre, es el pensamiento de los campesinos, de pastores o de pescadores y muy concretamente empecé a desarrollarlo después de un trabajo con los Wayuu, en la zona de Portete.
En el año 2009 ó 2010, recuerdo que hablando con una maestra wayuu que había huido por la guerra con su mamá, una maestra que se llama Isabel y su mamá María Antonia Fince Epinayú. La maestra nos contaba de qué forma habían huido de Portete, por una masacre en abril de 2004, y habían tenido que llegar a vivir a Venezuela. La mamá de Isabel, María Antonia, había huido muy anciana a través del desierto y no hablaba español sino wayuunaiki. Mientras la maestra respondía, la abuela hablaba en lengua. Nosotros le preguntábamos a la maestra y la abuela, tenía ya como cien años, se quedaba pensando… Y yo le dije a Isabel: “¿Qué está diciendo tu madre?” y dijo “Ella desde que llegó está aquí muy perdida porque su pensamiento se quedó en el desierto. Ella habla de los chivos, ella habla del jagüey, ella habla del viento, de la lana, del tejido, y añora mucho el silencio y las noches estrelladas de Portete”. Entonces eso me movió mucho.
Cuando volvimos, recuerdo que una noche estaba durmiendo en una hamaca colgada en una escuela abandonada, donde Isabel daba clases, y no era capaz de dormir. No era capaz de dormir porque tenía mucha luz arriba: la vía láctea. Entonces me levanté y me puse a hacer una serie de fotografías. Después de eso he hecho varias en algunos lugares del país donde se ha ofendido la vida. En lugares donde la gente añora regresar. Por eso los cielos de Nueva Venecia, donde mataron a cuarenta pescadores, en la Serranía de Abibe, donde una vez caminé también con campesinos huyendo por el asesinato de ocho personas y así… Por eso el cielo de detrás de la iglesia de Bojayá, cuando la guerrilla de las FARC fue a pedir perdón en el 2016. Por la noche me quedé ahí frente a la iglesia en ese pueblo y me concentré en otras cosas para pensar en que, si Bojayá votó el 96% en el plebiscito por un Sí a la paz, es porque es un pueblo que tiene la esperanza de que algún día este país tiene que mejorar y se respete un poco más la vida de sus hijos e hijas.
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Tú llevas más de veinte años caminando este país. ¿Qué cambios has visto en los últimos tiempos, desde la firma del acuerdo de paz, y cómo estos cambios han afectado tu trabajo?
Este es un país muy particular porque se hizo un plebiscito por la paz y un proceso de paz que todo el mundo respaldaba, pero aquí muchos líderes políticos y religiosos estaban enseñando a odiar. Entonces es un país que está muy polarizado.
Es indudable que el proceso de paz alivió muchas regiones de Colombia y hay zonas donde realmente están viviendo un posconflicto: Montes de María, el Oriente antioqueño, en regiones de la zona Caribe de Colombia. Obviamente, todavía persisten guerrillas como la del ELN y el surgimiento de una cantidad de grupos en regiones donde se está moviendo sobre todo el cultivo de la hoja de coca para la producción de cocaína. Así que hay regiones del país que son muy complicadas para entrar: la región del Pacífico occidental colombiana, de lo que son las costas de Nariño, Cauca y Valle del Cauca, el Chocó, el bajo Cauca… casi todas están asociadas es con el tema de la ilegalidad, del narcotráfico.
También la frontera con Venezuela, lo que es Catatumbo y Arauca. Y en algunas no solamente por la siembra de hoja de coca sino también porque permanece una guerrilla como la del ELN. Entonces aquí hay muchos factores que desestabilizan. Las zonas más riesgosas para trabajar como periodista, y a las que no estoy yendo casi, son esas zonas donde hay varios ejércitos ilegales, pero también legales: Tumaco tiene 9,000 efectivos del ejército. Un solo municipio. Claro, está en la frontera con el Ecuador y la cantidad de desaparecidos que hay es impresionante. Yo quisiera solamente estar documentando todas las experiencias positivas de resistencia que hay en Colombia o de sobrevivencia de la gente que, con la música, con el canto, con la danza, con la poesía, con el volver a sembrar la tierra le están apostando a la vida.
Yo no disfruto, uno no puede disfrutar jamás, ir a un lugar para buscar temas de dolor. Yo disfruto buscando la vida. Por eso en muchos momentos, en medio de situaciones de violencia, mis retratos lo que están tratando de mostrar es la humanidad y la dignidad de la gente. Por eso esos retratos están cargados de sentimiento. Yo siempre digo que veo con el ojo izquierdo porque está más cercano al corazón. Siempre he tratado de hacer fotografías con mucho sentimiento para decirle a la gente que el que hace “click” no es el dedo. El dedo lo que está recibiendo son pulsaciones del alma y a veces está cargada de mucho dolor, pero nunca ha perdido la esperanza de que esto lo podamos transformar. Y esto no se transforma solamente con una firma en una mesa en un proceso de paz, esto se transforma con un país en el que participa la academia, la empresa, las distintas iglesias, pero especialmente la clase política colombiana que, para mí, como te digo, es la gran responsable de que este país no sea uno de los mejores vivideros del mundo.
¿Qué historias de renacimiento y cuidado a la vida tienes presentes que hayas cubierto recientemente?
Por muchos lados… esa fotografía no está en la exposición, pero, por ejemplo, la imagen de Ana Felicia Velázquez, en Mampuján. Una mujer que yo la retraté en el año 2010, ella había huido en el 10 de marzo del 2000. Diez años después van al pueblo para conmemorar los diez años no solamente de una matanza, sino de haber tenido que abandonar su pueblo.
El pueblo estaba abandonado, la escuela llena de arbustos, las casas con árboles frondosos, grandes. La naturaleza había vuelto a tomar espacios en las casas. Y Ana Felicia fue la única mujer de todo su pueblo que mandó cortar los árboles y llevó elementos de cuando huyó diez años atrás: llevó una mesa, un mantel, un florero, un gobelino y dos pequeños cuadros y volvió a armar la salita de su casa. Ana Felicia la había construido mientras trabajaba como empleada doméstica en Cartagena y en Venezuela. Un día retornó al país, en el año 99, ya cansada de trabajar como empleada del servicio en Maracaibo y le tocó abandonar todo con su pueblo. Pero, para mí, verla ese día, en medio de su vivienda diez años después de abandonarla y hacerle unos retratos era entender la humanidad y el arte de una mujer como Ana Felicia. Yo lo único que estaba haciendo era “click”, con la punta del dedo que recibía las sensaciones del alma. Pero Ana Felicia, para mí, era una obra de arte. El pueblo de Mampuján ya está reconstruido. Ana Felicia no va a retornar porque está muy mayor, las condiciones de salud no se lo van a permitir, pero la casa de ella va a ser la casa de la memoria de Mampuján. Yo la visité el año pasado en mayo y te tengo que decir que es una obra de arte completa.
Y en muchos lugares… ahorita en marzo subí a la casa de una campesina a la que le mataron el papá y la mamá en la zona de Ciénaga Magdalena, en una vereda que se llama La Secreta: Mercedes fue una mujer que a los dieciséis años quedó huérfana con otros seis hermanos, las menores eran trillizas. Al hermano mayor lo mataron el mismo día que al papá y la mamá. Y cuando toda la familia se iba a repartir a los hijos sobrevivientes, Mercedes les dijo que no. Que su casa iba a permanecer unida. Que le ayudaran a sacarlos adelante, pero que la familia iba a seguir junta. Yo conocí a las trillizas y tengo fotografías de ellas a sus casi catorce años. Hace poco la visité. Y ahora que volví, vi cómo la familia se multiplicó.
Ya cada una de las trillizas, una década después, tiene su propia casita y Mercedes, que fue la que las levantó, tiene seis hijos: son una belleza. Puede que no tengan muchas cosas materiales, pero están viviendo en paz. Están durmiendo tranquilos, que es lo que necesitan nuestros campesinos. Y así, por muchas regiones. Hay una mujer que yo vi casarse en medio de la guerra… en Granada, Antioquia, Beatriz García y Óscar Giraldo no pararon su matrimonio a pesar de que se casaron cuando todavía estaban recogiendo los muertos entre el pueblo. La gente murmuraba porque se estaban casando en medio de una tragedia: 258 viviendas destruidas total y parcialmente, 23 muertos, 5 policías y 18 civiles. Y ella llegó a la misma iglesia donde despedían a los muertos, y entró con una cola de cinco metros a casarse. Y con el paso de los años yo la sigo visitando. Es apostarle a la vida y entender que en este país es el amor el que vence a la guerra.
La exposición El Testigo estará en el Museo Claustro de San Agustín (Carrera 8 No. 7 – 21, Bogotá, Colombia) hasta el 30 de diciembre de 2019. Entrada libre.
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