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Los estudiantes de la Universidad de Pensilvania ubican libros en las pilas de la nueva Biblioteca Charles Patterson Van Pelt en 1962. (Foto de Authenticated News/Archive Photos/Getty Images)
Los estudiantes de la Universidad de Pensilvania ubican libros en las pilas de la nueva Biblioteca Charles Patterson Van Pelt en 1962. (Foto de Authenticated News/Archive Photos/Getty Images)

La magia de los archivos digitales

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La Sociedad Histórica de Pensilvania despidió en abril a diez empleados. La decisión significó una reducción del treinta por ciento del personal de la institución. Déficit presupuestario, dificultades para establecer alianzas con universidades y otros organismos, todo esto se mencionó como causante de las cesantías de personal. No obstante, estas cesantías ponen en riesgo la preservación de la memoria y la historia.

Fundada en 1824 y con sede en Filadelfia, la Sociedad Histórica resguarda unos 600.000 documentos impresos y unos 20 millones de manuscritos. Es uno de los archivos históricos más grandes de Estados Unidos, en particular por sus fondos documentales sobre comunidades étnicas y migración durante el siglo XX. El presidente interino y jefe ejecutivo, Charles T. Cullen, dijo que, con un equipo reducido, la Sociedad Histórica volverá a enfocar sus esfuerzos en el núcleo de su misión: “Servir como biblioteca y archivo de investigación”.

No es una situación extraña, ni en Filadelfia (donde en junio de 2018 cerró el Museo Histórico de Filadelfia, y su destino aún es incierto), ni en otras ciudades alrededor del mundo - el incendio en el Museo Nacional de Brasil, en septiembre de 2018, exhibe otra cara de las reducciones presupuestarias.

Por un lado se acentúan los procesos de curaduría de la memoria colectiva, la intervención en los estatutos patrimoniales, la necesidad de preservar y resguardar, por valorizar bienes materiales e inmateriales.

Simultáneamente, las instituciones encargadas de estas tareas enfrentan recortes de presupuesto, falta de personal calificado y de mobiliario idóneo, instrumentos de descripción inadecuados, la reducción de fondos documentales y una enorme incertidumbre respecto a los cambios recientes en las prácticas de la historia, el archivo y las ciencias de la información.

Producimos más información que nunca, nos jactamos de la importancia de conservarla y hacerla accesible. Al mismo tiempo las principales fuentes de información (las bibliotecas, los archivos, las hemerotecas, los museos) padecen los mismos problemas de antaño, aunque situados en un contexto novedoso: el giro digital de las últimas décadas.

Como señaló ya en 2003 el historiador Roy Rosenzweig, quien hasta su muerte dirigió el Centro de Historia y Nuevos Medios de la Universidad George Mason, instituto que ahora lleva su nombre y se especializa en el uso de tecnología digital en la investigación y preservación histórica, pasamos de un régimen de escasez a un régimen de abundancia documental. Antes nos parecía que había muy poco; ahora tenemos demasiado.

Para los archivos, las bibliotecas y las hemerotecas, para quienes organizan sus fondos documentales y para quienes investigan en ellos, la digitalización representa un desafío por varias razones: según la historiadora Lila Caimari, “el acceso rápido y sencillo a ciertos universos documentales exige que se tenga conciencia de lo que queda por fuera de esa extraordinaria novedad”. A través del universo digital tenemos demasiado, pero de ninguna manera lo tenemos todo. Y eso sí es importante tener en cuenta.

Un mundo de archivos

Vivimos en una sociedad archivada. Mejor aún, una sociedad digitalmente archivada. Nuestros dispositivos electrónicos (computadoras, tabletas, teléfonos inteligentes, pantallas de todo tipo) nos dan acceso a infinidad de pequeñas carpetas amarillas que, a su vez, contienen otra infinidad de folios en los que archivamos ―nosotros o alguien más― una innumerable cantidad de documentos.

Toda clase de documentos: fotos, libros, canciones, películas, artículos de periódicos, la tarea de la escuela, clases de la universidad, el papeleo impositivo, estudios médicos, contactos, conversaciones, videos, correspondencia, rutinas de ejercicios físicos, declaraciones de amor, todo lo que podamos imaginar. Sólo tienen que echar un vistazo a sus archivos.

Los archivos tradicionales no sólo deben enfrentarse con sus dificultades habituales sino encontrar un lugar en esta realidad digitalizada. Ser capaces de suplir la demanda de acceso inmediato a la información, pero también de organizarla, de sistematizarla, de interpretarla. De encontrar una voz clara en un espacio atestado de gritos desperdigados.

Según un informe distribuido por IBM en 2012, se producían en internet, cada día, 2.5 exabytes de información. Para 2020, según la IDC, serán 44 zettabytes. Es tanto que provoca “una negación de la abundancia”, como definió al fenómeno la artista y académica Reneé Green: el bloqueo ante aquello que no somos capaces de aprehender. La colección y el ordenamiento de las pilas de materiales, dijo, no conducen sólo a maravillarnos sino a la fatiga y al déficit de atención. La sobreabundancia de información nos deja perplejos.

La memoria en abundancia

Lo notable es que muy rápidamente damos por sentada esta abundancia. Desarrollamos estrategias de lectura y consumo, dispersas y superficiales, según especialistas preocupados; múltiples y expandidas, según los especialistas más optimistas.

Afianzamos hábitos. Superamos la negación, o al menos la esquivamos por un rato. Las instituciones que tradicionalmente lidiaron con grandes cantidades de información están buscando caminos para entenderse con estas nuevas prácticas y tecnologías. De seguir siendo, todavía, socialmente relevantes.

La escasez de presupuesto y personal, las limitaciones al acceso documental, lo que ocurrió con la Sociedad Histórica de Pensilvania y con el Museo Histórico de Filadelfia, y con tantas otras instituciones, debe entenderse en su dimensión política.

La historiadora y archivista Mariana Nazar destacó que contar con archivos eficientes, la valoración de la historia y el compromiso con la memoria son siempre decisiones políticas. “Y dichas limitaciones no se resuelven con la varita mágica de la digitalización, que es mucho más cara y compleja de lo que el mercado nos quiere hacer creer”, dijo.

En el presupuesto federal que presentó la administración del Presidente Donald Trump para 2020, y por tercer año consecutivo, hay importantes recortes en el Instituto de Servicios de Museos y Bibliotecas. Cuando se presentó el presupuesto de 2018, directamente se propuso eliminarlo. Es una declaración sobre la valoración de la historia y el compromiso con la memoria.

Viejos trucos en nuevos escenarios

En un seminario de doctorado dedicado a las nuevas realidades de los archivos, dictado este año en la Universidad de Buenos Aires, el catedrático y escritor Daniel Link dijo: “Stéphane Mallarmé se jactaba de ser la última persona en la historia que había leído cuanto se había escrito antes de su tiempo. En el Renacimiento, varias personas podían aseverar lo mismo. En 1472, la biblioteca del Queens’ College en Cambridge poseía 199 libros. En 2003 se calculó que cada ciudadano generaba 800 megabytes de información nueva, de los cuales más del 90% quedó registrado en soporte magnético (en disco duro principalmente). Tan sólo un 0,01% llegó a imprimirse en papel. Desde entonces hasta ahora esos índices se han multiplicado exponencialmente”.

Un imaginario investigador de 1472, con buen ritmo de lectura, podía agotar el material de la biblioteca del Queens’ College en un año. La Biblioteca del Congreso de Estados Unidos posee unos 167 millones de documentos; cada día recibe otros 15.000, de los cuales conserva 12.000. Ningún investigador, por más buen ritmo de lectura que tenga y por más que acote todo lo posible su objeto de estudio, podría lidiar con una colección así. Ni siquiera con la pequeña porción digitalizada y disponible en línea.

La abundancia de materiales y la facilidad de acceso no suplantan la capacidad para interpretarlos. Los viejos trucos del oficio son ahora más necesarios que nunca. Y una sociedad archivada revela, finalmente, un entendimiento lúcido de la importancia del registro documental de sus actos públicos: la clase de documentación que permite vincular una decisión política de reducción presupuestaria con el desinterés por sostener archivos que sean fuentes para la historia y la memoria, que garanticen el ejercicio de derechos.