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Yo, el antiimperialista

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Suelo leer los comentarios que hacen a esta columna con la mayor amplitud de
pensamiento y trato de entender las razones para el vertimiento de esa amarga
hiel en mi contra.

Admito que sugieran que me regrese a México, aunque no tenga el honor de ser oriundo
de ese bello país.

Me complace que uno que otro se haya percatado que nací en Colombia, pese a que
me pidan que me largue de Estados Unidos y me vaya para Bogotá a tratar los
temas que agobian a la nación de la que salí hace más de 30 años y que amo con
nostalgia.

No obstante, hay algo que me endilgan, que de veras me molesta, me incomoda y
me encabrita.

No acepto que digan que odio a Estados Unidos, que soy antiamericano o
antiimperialista, por condenar la conducta de funcionarios o instituciones de
este país cuando cometen errores o promueven políticas injustas.

No admito que se me descalifique por abogar por la legalización de los 11
millones de indocumentados radicados en territorio estadounidense.

Adoro a Estados Unidos, aprendí a quererlo y admirarlo, hasta el punto de
decidir naturalizarme, participar de su vida cívica y echar raíces aquí.

Detesto la crítica antiestadounidense ignorante y frívola que hacen los
foráneos que disfrutan el privilegio de vivir en esta generosa tierra del
primer mundo.

Siempre digo que las puertas de entrada a territorio estadounidense son muy
angostas pero las de salida tienen la anchura del infinito.

Algo para tener en cuenta es que el Preámbulo de la Declaración de
Independencia de Estados Unidos, que se firmó en Filadelfia en julio de 1776,
habla de derechos inalienables: "la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad".

Antes de despotricar sobre Estados Unidos se debe tener en cuenta que soldados
de esta nación, incluyendo millares de hispanos, fueron a pelear a Europa
contra el ascenso imparable del nazismo.

A los críticos más agrios habría que recordarles lo que ocurrió en los inicios
del Siglo XX, cuando México vivía el desangre de la Revolución Mexicana (con un
millón de muertos); Colombia la Guerra de los Mil Días (con cien mil víctimas);
y los países centroamericanos experimentaban conflictos violentos.

Mientras al sur de río Bravo bullía la inestabilidad dejada por las centenares
de guerras internas del Siglo XIX, en Estados Unidos se estaban desarrollando
varias industrias básicas.

En este tiempo hubo el despegue de: la automotriz con Ford, la aviación con los
hermanos Wright, la energía eléctrica con Edison y la telefonía con Bell.

Ahora, el que este país se haya convertido en la primera potencia del mundo y
haya llevado los adelantos al resto del planeta, no quiere decir que todas las
acciones de su gobierno hayan sido impolutas.

Y así como nos ponemos frente al espejo y vemos las arrugas y las
imperfecciones de nuestro rostro, debemos reconocer que nuestros familiares más
cercanos y nuestros gobernantes no han estado libres de equivocarse.

Esas imperfecciones también salen a relucir en los comentarios que dejan
algunos respecto a lo que escribo en esta columna.

Aparece la insensibilidad con la gente que tuvo que exiliarse por culpa de una
feroz dictadura.

Se refleja la intolerancia con millones de extraordinarios trabajadores que
ingresaron a este país sin un control migratorio, después de desafiar la muerte
en un tren y la inclemencia del calor del desierto.

Surge la arrogancia de algunos que han llegado a este país en avión, se han
quedado sin estatus, con la visa vencida y se dan el lujo de despreciar a los
que cruzaron por tierra.

Emerge el concepto de la legalidad a rajatabla, desconociendo que las leyes
deben cambiarse si la realidad lo amerita, como ocurrió con la esclavitud o el
veto al voto femenino.

Por fortuna estamos en Estados Unidos, donde la Primera Enmienda de la
Constitución garantiza la libertad de expresión, incluso la de los que sin mesura
me califican de antiimperialista.