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Y los búfalos lloraron…

La primera vez que lo hicieron fue una tarde de primavera durante la Luna Pálida del Deshielo, justo después que las nieves se derritieron. Ya la Tierra había recobrado su calor.   

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La primera vez que lo hicieron fue una tarde de primavera durante la Luna Pálida del Deshielo, justo después que las nieves se derritieron. Ya la Tierra había recobrado su calor.   

Cuando el humo de las carabinas se había desvanecido, y el polvo levantado por los búfalos en agonía se puso quieto, los que observaron la matanza desde la colina lloraron al ver a sus muertos sin piel y sin lengua, regados a diestra y siniestra. Fue cuando los búfalos sobrevivientes se volvieron extraños. Enloquecieron. Dicen que sí comprendían lo que el hombre forastero había hecho porque gemían como niños y, con ojos desorbitados, volteaban la cabeza de un lado a otro como preguntando por qué.

Dicen que sí, que la tarde de la Gran Matanza, los búfalos sobrevivientes se volvieron locos de dolor, que sus gritos eran casi humanos. Locos de remate. Primero, llenos de ira, embistieron los despojos sangrientos, arrastrándolos por la pradera como esperando que cobraran vida. Luego, enardecidos por la rabia, unos se cornaban entre sí hasta morir; otros se dejaban caer de los riscos. Algunos mataron a sus propios críos: sabían cuál era el destino de sus pequeños en el mundo de los invasores de la pradera.

Entonces el suave viento de primavera se detuvo, silenciando las canciones de las hojas de los árboles. Los pájaros callaron. Las flores recogieron sus pétalos y, apagándose, desaparecieron entre el follaje. Las mariposas enrollaron sus alas, las ataron a la espalda y se escondieron entre las escamas de los troncos de encino. Los animales de la pradera, sofocados por el pavor, se atropellaban en furiosa estampida.

Después todo quedó quieto con silencio de muerte. Sólo se escuchaban los gemidos de los búfalos sobrevivientes. La sangre de los sacrificados corría por la ladera tiñendo de rojo el Lago Encantado.  Los peces, cegados por el horror,  huyeron al fondo, al lugar sagrado de la Dama de las Aguas.

Entonces la Luna Pálida del Deshielo se vistió de luto con gruesas nubes negras y su corazón se partió en medio de terrible estruendo. Dicen que toda la furia se desató en el cielo y que la luna lloró y lloró, y sus cálidas lágrimas lavaron suavemente la sangre derramada en la pradera. Sus rayos enlutados envolvieron los espíritus de los búfalos y, al recogerlos, todo volvió a estar en calma.

 Muchas veces más volvieron los hombres de carabina, pero ya después los búfalos sabían que su mundo era de los forasteros y que sus días estaban contados. Algunos trataron de encontrar un mundo nuevo y llegaron hasta la orilla del Río Bravo.  Pero todo fue en vano, la tierra caliente quemaba sus pesuñas. En efecto, sus días estaban contados. Los pocos búfalos sobrevivientes una noche se acurrucaron muy cerca unos de otros y, recordando sus días de gloria en valles y colinas, murieron de tristeza junto al río.

Cuando llegaron las nieves, ya no había búfalos en la pradera. Y cuando volvió la primavera, durante la Luna Pálida del Deshielo, regresaron los forasteros. Con enormes máquinas y sierras talaron los encinos, llevándose también las ramas, sepulcro sagrado de los hombres bronceados. Dicen que desde entonces los espíritus de sus muertos, ungidos y embalsamados con finos aceites  y hojas silvestres, sostenidos entre la tierra y el cielo con lianas en las ramas de los encinos, vagan ahora entre dulces susurros sin encontrar reposo. Pasadas tres lunas, no quedaba ni un arbusto. Se había acabado para siempre la música de las hojas de los árboles cuando las acariciaba el viento.

Dicen que el ruido de las máquinas hizo que conejos, ardillas y venados, aterrorizados, se fueran para no volver, y las flores y hierbas medicinales se ahogaron bajo el polvo y los rizos de la madera de los encinos. 

Cuando se acabaron los árboles, los forasteros trajeron otras máquinas más grandes e hicieron un pozo hondo, clavando un puñal a la Madre Tierra. De esa herida brotó sangre negra y pegajosa que corría a borbotones por la ladera –como corrió la sangre de los búfalos- hasta llegar al lago.  La sangre negra envenenó a la Dama de las Aguas y, sin su protección, murieron todos los peces.  La Luna Pálida del Deshielo, ya sin lágrimas, no pudo llorar más. Fue entonces cuando los hombres bronceados y los búfalos perdieron su lugar bajo el cielo.  La pradera era ya de los hombres de carabina.

Cuentan que cada primavera junto a los carrizales que crecen a la orilla del Bravo en las noches de luna llena aún se escucha el murmullo del río que recuerda la tarde de la Gran Matanza. Entonces sus aguas se tornan broncas y el gemido de los búfalos se vuelve ensordecedor. La luna se detiene por unos instantes, se viste de luto con gruesas nubes negras y derrama sus cálidas lágrimas sobre el río embravecido.  Los rayos enlutados envuelven de nuevo con devoción los espíritus atormentados de los búfalos y, al recogerlos, las aguas del Río Bravo se aquietan, y vuelven a correr en paz.