Una iglesia con más preguntas que respuestas
Mientras escribo esto, los cardenales electores acaban de entrar en la cónclave para elegir al nuevo papa. Es posible que para cuando este ejemplar esté en sus…
Mientras escribo esto, los cardenales electores acaban de entrar en la cónclave para elegir al nuevo papa. Es posible que para cuando este ejemplar esté en sus manos, ya tendremos un nuevo líder de la Iglesia Católica.
Hay mucha especulación —como siempre— sobre los principales candidatos e, incluso, sobre los posibles nombres que el nuevo pontífice podría elegir. Es divertido especular, en la misma manera que la especulación sobre cuales películas van a ganarse un "Óscar" es divertido. En ambos casos es algo que se siente bastante alejado de la vida cotidiana. Después de todo, la mayoría de nosotros no somos ni miembros de la Academia que vota por el "Óscar", ni del selecto grupo de cardenales que tiene voz en este asunto.
Sea quien sea el nuevo papa, heredará una iglesia con más preguntas que respuestas.
Hay rumores de posibles esquemas de "lavado de dinero" y vínculos con la mafia. Todos hemos sido testigos de los escándalos sexuales que se han dado a conocer, a todo nivel de la Iglesia y en cada continente. Y vemos (o pensamos) que la Iglesia se porta como un club de hombres — anciano y en disminución — que por un lado se lamenta que muchos no tienen interés en formar parte del club (ergo la tasa abismal de las vocaciones a la vida religiosa y la aún más abismal tasa de asistencia a la iglesia), y por otro lado insiste en excluir a las únicas personas que piden entrada (las mujeres que quieren ser sacerdotes, los católicos LGBT que quieren ser parte de la Iglesia).
Dos de los cardenales de EE.UU. han sido nombrados como papabili, pero es difícil imaginar que cualquiera de ellos vestirá la mitra del papa. La Iglesia en los EE.UU. se ve acosada por un liderazgo que a menudo parece estar dirigido más por soberbia (y por un equipo de abogados) que por el compromiso con la justicia social que forma parte de la enseñanza católica. Es difícil entender, por ejemplo, el reciente empeño en desechar la legislación destinada a disminuir la violencia hacia las mujeres solamente porque le extiende protección especifica a las mujeres lesbianas y transexuales.
La verdad es que para muchos de nosotros, la Iglesia no vive en sus más altos niveles, ni en las voces de los que con más confianza proclaman que hablan por nosotros. Vive en los religiosos y religiosas que en realidad nos escuchan y se unen a nosotros en los mítines de inmigración y en las audiencias de deportación. O los que trabajan sin descanso para darnos la bienvenida sin importar cual sea nuestra circunstancia o condición.
Lo mejor de la Iglesia, yo creo, vive en algunos de nuestros laicos, quienes han sido ordenados a la ardua labor de mantener viva la alegría en una Iglesia que a veces parece más burocrática que divinamente inspirada. Una de esas personas, para mi, fue José Márquez, quien murió a mediados de febrero.
Conocí a José en una reunión del comité de la Misa de la Herencia Hispana que se celebra anualmente en la Arquidiócesis. Como es costumbre cuando se reúne un grupo de latinos en EE.UU., su primera pregunta para mi fue, "¿y, de dónde eres?"
Yo soy ciudadana estadounidense, nacida en Tailandia, y me crié en Guatemala. También soy hija de una madre guatemalteca que insistía en mantener nuestra identidad latina, incluso después de que nos mudamos a los EE.UU. Mi padre era un estadounidense que había vivido la mayor parte de su vida en Colombia, México y Guatemala. Él siempre me pareció mucho más latinoamericano que norteamericano en temperamento, pero Dios guarde que le haya dicho eso a él —estaba muy orgulloso de su ciudadanía estadounidense.
Cada vez que doy esa enredada respuesta al "¿de dónde eres?" de los latinos, anticipo que a medio camino se les tornen los ojos vidriosos y dormilones.
Pero no fue así con José. "¡Eres panamericana!" —dijo. "La gente como tu son el futuro de la Iglesia en los Estados Unidos".
José era mexicano y había conocido a su esposa boricua, Felícita, en Puerto Rico. Se trasladaron a Olney en la década de 1960, donde ella trabajó como costurera y él trabajó a principio en una fábrica, y luego como un sepulturero en el cementerio del Santo Sepulcro.
Después de esa primera vez que nos conocimos, cada vez que me topaba con él en el centro arquidiocesano donde llegaba a grabar el programa de radio La Voz de Dios en las Voces de Nuestros Pueblos (del que fue colocutor desde el año 2001), me trataba como si yo fuera una amiga de toda la vida.
José era un miembro activo de la parroquia Visitación B.V.M. en el norte de Filadelfia, y en especial del grupo de oración carismática de la parroquia. Un gran número de católicos estadounidenses mira de reojo al movimiento de renovación carismática, pero hay muchos latinos que gravitan en torno a esta expresión de fe tan alegre y apasionada. José era su "embajador", entrañablemente entusiasta.
Él había sufrido de problemas de salud durante muchos años y se encontraba en diálisis. Las últimas veces que me lo encontré había perdido mucho peso y se veía muy frágil. Pero todavía era un hombre exuberante, todavía alegre, un hombre que aún veía solo lo mejor en todo el mundo. En fin, daba testimonio de una fe que no se lleva en vestiduras sino en el mismo ser.
Cuando el humo blanco se eleve desde lo alto de la chimenea del Vaticano, tengo la esperanza que lo mismo pueda decirse acerca del hombre que será papa.
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