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Soberbia

Dicen que la soberbia intelectual es más gruesa que la coraza de un buque de guerra.  Afirman que el hombre soberbio llama sabiduría a lo que él sabe, e…

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Dicen que la soberbia intelectual es más gruesa que la coraza de un buque de guerra.  Afirman que el hombre soberbio llama sabiduría a lo que él sabe, e ignorancia a lo que saben los demás. Habla con prepotencia porque ignora.  Ignora porque es superficial; no se toma la molestia de ver el conjunto de circunstancias o la causa del problema.  Pega la nariz a la pared y no ve lo que hay más allá.

La soberbia al principio es imperceptible: un simple aleteo que acrecienta la seguridad en sí mismo y agiganta en exceso la autoestima; poco a poco va cobrando fuerza hasta convertirse en una pasión arrolladora más fuerte que el amor o el odio.  Se instala en el cerebro y en el corazón con poderosas tenazas, y es tal su fuerza que obscurece la mente robándole toda objetividad.  El orgullo y apetito desordenado de la propia excelencia, la excesiva estimación de las propias cualidades con menosprecio de las de los demás, y el exceso de pompa, son algunas de sus manifestaciones.  

Luzbel, de extraordinaria belleza e inteligencia, era el príncipe de los ángeles.  Las Sagradas Escrituras narran que Luzbel y algunos de los ángeles —espíritus puros dotados de una inteligencia más aguda y facultades superiores que las de los hombres—, por la soberbia se sintieron como dioses, y se revelaron contra el Creador.  Y desde entonces Luzbel dejó de ser ángel para convertirse en Lucifer, o Satanás, y desde entonces también la soberbia ha sido el principio de todo mal. 

Es aterrador cuando un hombre soberbio gobierna un municipio, un estado o un país.  El ser depositario de un gran poder —el poder de cambiar las vidas de los ciudadanos— debe ser una experiencia embriagadora: un momento que suele subirse a la cabeza (los dolores de cabeza vendrán después).

El poder es en realidad una trampa en la que fácilmente se cae porque lo que se tiene no es precisamente el poder, sino la autoridad.  El poder implica que se tiene la capacidad y la posibilidad de realizar lo que se planea.  La autoridad, en cambio, significa que se puede mandar que se haga lo que se ha planeado.  Pero el tiempo y los medios que la orden toma para filtrarse hasta el campesino en los campos de trigo, o el minero en las galerías subterráneas de carbón, o el empleado industrial en las fábricas, le permite ir perdiendo por el camino gran parte de su fuerza y también de su sentido.

Las órdenes dependen de otros para su ejecución; en efecto, la autoridad es limitada, demasiado limitada, y las fórmulas son estrechas: sin duda, son incapaces de contener y de sostener la agonía de los ciudadanos en crisis. Si el gobernante se instala en un pedestal, difícilmente encontrará quién se atreva a acercarse a él con la verdad o con información que él no desee oír, porque sería tanto como reconocer un compromiso o un fracaso.  Y el compromiso o el error jamás lo reconoce el hombre soberbio.

Vivir en la arena política es constatar lo difícil que resulta hacer funcionar a una democracia; a menudo se es tentado hacia alguna forma de dictadura o manipulación. Sí, es exageradamente difícil gobernar a una democracia.  Aunque parezca paradógico, se requiere —entre otras cosas— gran humildad.  Humildad para reconocer errores y modificar el rumbo.  Humildad para aceptar puntos de vista de otros que resuelvan mejor los problemas.  Humildad para trabajar en equipo, y dejar para la historia el gobierno de un sólo hombre, de un semi-dios.

Hay otro punto: a los que estamos muy lejos del poder nos gusta crear ídolos de nuestros gobernantes, y somos responsables de convertir en tiranos a nuestros líderes.  Las alabanzas de las multitudes hacen un pastor soberbio de un rebaño sin rostro. Y los grandes hombres son peligrosos: cuando sus sueños fallan, los entierran bajo las cenizas de las que fueron las ciudades de aquellas muchedumbres que otrora los vitorearon.

El líder de un pueblo es llamado a caminar en el desierto.  Con los ojos, los oídos, y el corazón muy abiertos, y con la mente clara.  Y con suficiente humildad para vencer la soberbia: el pecado de los ángeles.