Roe v. Wade y el testimonio cristiano
El 22 de enero marca el 41 aniversario de la decisión de la Corte Suprema, Roe v. Wade, legalizando el aborto a petición. Gracias a Roe, el aborto ha matado…
El 22 de enero marca el 41 aniversario de la decisión de la Corte Suprema, Roe v. Wade, legalizando el aborto a petición. Gracias a Roe, el aborto ha matado a más de 50 millones de niños antes de nacer durante las últimas cuatro décadas –el equivalente de aproximadamente uno de cada seis estadounidenses vivos; toda una generación extinguida. Pero junto a la matanza y a pesar del desprecio de los activista proaborto y los medios de comunicación hostiles, también ha continuado el testimonio provida de millones de estadounidenses.
La Marcha por la vida este mes de enero, como cada mes de enero en las últimas décadas, recuerda a la nación que matar a un niño por nacer nunca es un asunto privado. El aborto es una forma exclusivamente íntima de violencia –pero violencia con amargas consecuencias públicas. Los católicos ansiosamente se unen a la Marcha por la vida cada año porque creemos en el Dios de la vida y la alegría; un Dios que crea a cada ser humano con dignidad y derechos innatos, incluyendo sobre todo el derecho a la vida.
Y en un año electoral, como en cada año, eso merece una reflexión más detallada.
Nosotros conformamos nuestras vidas a lo que realmente creemos. Y si no intentamos al menos conformar nuestras vidas a lo que decimos creer, entonces estamos engañando solamente a nosotros mismos, porque Dios no puede ser engañado. Cuando decimos ser «católicos» pero luego no avanzamos nuestras creencias acerca de la santidad de la persona humana como la base de la ley, significa una de dos cosas: estamos muy confundidos, o somos muy evasivos.
Toda ley implica la imposición a todos los demás de las creencias de alguien sobre la naturaleza de la verdad, la caridad y la justicia. Ésa es la razón por la que tenemos marchas, debates, elecciones y el Congreso– convertir pacíficamente la lucha de ideas y convicciones morales en las leyes que rigen nuestra vida en común.
Tenemos que recordar que en la Iglesia primitiva, las palabras «Jesús es el Señor» fueron – involuntaria pero profundamente– una declaración política. El emperador pretendió ser el Señor tanto en el ámbito privado y público de las vidas de los ciudadanos del imperio. Cuando los cristianos proclamaron a Jesús como Señor, ellos proclamaban la centralidad de Jesús no sólo en sus vidas personales, sino en sus vidas públicas y toma de decisiones. Eso requirió mucho valor; y tuvo enormes consecuencias para sus vidas. Jesús fue colgado en la Cruz por su reclamo de su Señoría. El cristianismo fue ilegal durante los primeros 250 años de vida de la Iglesia porque los cristianos proclamaron que, «Jesús es el Señor».
El presidente de nuestro país merece nuestro respeto, pero no es «el Señor». Nuestros partidos políticos, ya sea demócrata o republicano, no son «el Señor»; el Congreso no es «el Señor». La Corte Suprema que nos dio Roe y sacralizó el derecho a matar a los niños antes de nacer no es «el Señor». Ninguna de estas personas o cosas es el Señor. Sólo Dios es Dios, y solo Jesucristo es el Señor. Y la relación de Cristo con cada uno de nosotros como individuos y con todos nosotros como comunidad creyente católica, debe ser la fuerza impulsora de nuestras vidas personales y de todo nuestro testimonio público, incluyendo a nuestro testimonio político sobre cuestiones de la dignidad humana.
«Dios» no necesita estar en nuestros labios cada minuto de cada día; pero debe estar en nuestros corazones desde el momento que despertamos, hasta el momento en que dormimos. Sólo Jesús es el Señor. La Iglesia le pertenece a él, no a nosotros, sino a él. Y nunca debemos permitir que nos saquen de la plaza pública aquellos que quieren a alguien más, o algo más, que sea «el Señor».
Hay una expresión muy cristiana antigua que dice así: «Esperanza tiene dos hermosas hijas. Sus nombres son ira y valor; ira acerca de cómo son las cosas y valor para que no continúen siendo como son».
¿Estamos lo suficiente molestos acerca de lo que está mal en el mundo —la matanza de millones de niños no nacidos a través del aborto; el abandono de los pobres, los discapacitados y los ancianos; el maltrato a los inmigrantes en nuestro medio? ¿Tenemos el valor de nuestras convicciones para cambiar esas cosas?
Lo contrario de la esperanza es el cinismo, y el cinismo también tiene dos hijas. Sus nombres son la indiferencia y la cobardía. En la renovación de nosotros mismos en nuestra fe, lo que necesitan los católicos cambiar más urgentemente es la falta de valor que encontramos en nuestras propias vidas personales, en nuestra vida política nacional y a veces incluso dentro de la Iglesia misma.
Cada año en estas semanas entre el final de la Navidad y el comienzo de la cuaresma, yo reflexiono sobre lo que significa la Iglesia cuando habla de la temporada de «tiempo ordinario». Tiempo ordinario es donde pasamos la mayor parte de nuestras vidas –criando familias, haciendo nuestro trabajo, ayudando a los demás, tomando las decisiones diarias que configuran el mundo que nos rodea. Tiempo ordinario es el espacio que Dios nos da para hacer una diferencia con nuestras vidas. Lo que hacemos con ese tiempo ordinario –en nuestras decisiones personales y en nuestras acciones públicas– importa eternamente.
Como Alexander Solzhenitsyn escribió una vez: «…la línea que separa el bien y el mal corre no a través de los estados, ni entre las clases, ni siquiera entre los partidos políticos, pero a través del centro de cada corazón humano y de todos los corazones humanos». Eso incluye a usted y a mí.
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