Parpadeos en el VIP lounge del JFK
Es así: un lunes de marzo, con la primavera a punto de reventar, en una sala del Admiral Club de American Airlines en el aeropuerto JFK de New York, cuarenta a…
Es así: un lunes de marzo, con la primavera a punto de reventar, en una sala del Admiral Club de American Airlines en el aeropuerto JFK de New York, cuarenta a cincuenta viajeros esperan la hora de partida de sus vuelos: ¿qué hacemos mientras esperamos?
En general, hacemos una vida. En particular, aquí, leemos libros, leemos en computadoras, leemos periódicos, en Kindle o iPads —leemos. Jugamos cada vez más jugamos. Hablamos, conversamos, no oímos. Peleamos con aerolíneas —peleamos. Miramos —afuera, adentro, cada vez menos adentro. Afuera a veces llueve, adentro a veces también.
En los aeropuertos y los aviones yo saco fotos sin cámara de gente a la que nunca más veré. Es un golpe de ojos, una instantánea: la primera impresión. Malcom Gladwell escribió casi trescientas páginas sobre esa mirada que dicen que cuenta. «Blink» recuerda cómo nuestro cerebro produce juicios inmediatos, en un pestañazo, sobre las personas y situaciones que observamos. Nuestro inconsciente —el profundo infierno donde descansan nuestras incomodidades— sentencia sin control, una fuerza incontrolable tan capaz de darnos la oportuna y precisa lectura del dirigente que suena demasiado autoritario para ser democrático como una determinación apresurada y prejuiciosa de esa migrante que parece demasiado resuelta para ser una víctima.
Parpadeos, entonces.
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Un hombre alto en gabardina marrón que usa jeans azules muy azules y anteojos de Jeff Goldblum escribe en una IBM maltratada: debe ser Jeff Glodblum cazando dinosaurios. Hay tres especies en extinción en esta imagen: hombres con anteojos de Jeff Goldblum, Jeff Goldblum y las notebook IBM. A mi alrededor, el mundo es Mac, una de esas ocasiones en que el capitalismo americano ha dado un triunfo práctico y estético a la vez y que, como corresponde, requiere ser devorada antes o después de su conversión en monopolio, dinosaurio o Jeff Goldblum.
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Llaman por altavoces a Mr. Cuffaco, que viaja a Milan. Su vuelo está por embarcar y debe arreglar su stand by. Por alguna razón cuando anuncian a alguien muchos se buscan con la mirada. Esta vez, ninguno de nosotros reconoce en el otro a Mr. Cuffaco. La chica del altavoz cuelga el micrófono y se toma la frente, luego se restriega la barbilla y más tarde la cara. En su escritorio está su agenda y en la agenda están circuladas las palabras «Dad» y «Hospital» y un número de teléfono de New York. A ella tampoco le importa Mr. Cuffaco.
Viceversas: más de una vez no somos lo que otros creen que hacemos.
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La señora tiene los labios muy rojos, los ojos muy azules, el pelo demasiado rubio. Cuenta a una mujer joven que no parece tener otra cosa que hacer más que aburrirse en compañía que conoció a Cary Grant cuando Cary Grant todavía era Cary Grant y no los desechos de Cary Grant. La señora tiene varias cirugías y cuando dice Cary Grant los labios estiran un puente de piel desde el final del maxilar como quien estira cuero o goma o chicle —como el rostro de Cary Grant.
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Barba rubia, Polo celeste, zapatillas blancas y la cara de un linebacker de los Patriots. Mi vecino de la derecha está concentrado en su Ipad y en su iPhone como si la Bolsa de Tokyo estuviera por cerrar —cerró hace horas— pero en cambio ha destruido tres veces el imperio y a Darth Vader en Angry Birds. Luego se echó una siesta de unos minutos, despertó como si estuviera por patear un perro y volvió a empezar. Entonces, ¿qué hacemos cuando hacemos algo?
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«Mr Cuffaco,» insiste la chica del altavoz, «your flight is ready to depart». Un grupo —y yo alza las cabezas: no somos Cuffaco, Cuffaco no está aquí. Hay una etiqueta en los vuelos y ser llamado por los altavoces cuando la nave está lista para cerrar sus puertas no favorece la imagen de nadie.
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Abajo, junto a las mangas, diez aviones se mueven cargados de sardinas con pasaporte. A la distancia, parecen tirados por carros hechos de Lego y tan fáciles de tomar con la mano que uno podría asumir que es dios o una lanzadera o una honda y tirarlos al aire para que se sostengan como puedan. Adentro, en el ala del VIP que abre todo los ventanales a los aviones para que sea imposible no mirarlos, nadie ve afuera. Hay diez hombres sentados enfrentados en sillones de respaldo alto, el cuero envolviéndolos, al teléfono o en sus computadoras, mirando al mismo punto imaginario que todos ven y nadie conoce: el balance de la empresa, algún deseo, la misma idea revolvente.
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Una chica en musculosa blanca, treinta y tantos bien llevados, discute al teléfono, y cuelga. Atiende otra vez sin saludar, discute más, cuelga. No levantará la voz tampoco la tercera ni la cuarta vez en que tome el teléfono: es una discusión vieja, paciente, irresoluble. Discute para mantenerla. A la octava llamada, tras la discusión de forma, dice: «No, mom, not anymore». Cuelga, y llora. Es la única que mira la plataforma de aviones que se mueven lentamente, como juguetes en el cuarto de un niño, y llora.
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Mr. Cuffaco, el que va a Milán, sigue en el limbo. «Last call to Milan. Mr. Cuffaco, please, approach to the counter. Last call to Milan, Mr. Cuffaco.» Otra voz de mujer pide por él a través de los altoparlantes; desde mi sillón no veo ya a la asistente preocupada por el jospital. Tengo que elegir en el balance de incertidumbres: algo malo o algo bueno pasó. Elijo bueno y con eso decido que Mr. Cuffaco se va a llevar el lado malo del péndulo.
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Este señor británico es todo británico. Tiene un prolongado cuello de ave, una barbilla pequeña y el cabello en una cresta. Sus dientes no se pueden mirar por ignominiosos. Y viste como británico: hay que serlo para que el tweed luzca. El señor británico anda en sus jóvenes cincuenta y habla, apropiadamente, con un acento que da a cualquier británico el rostro mandibulado de Hugh Grant. De Hugh Grant el tipo tiene esa simpática similitud que llamamos «aire» pero cuando habla no dice cine sino yield, offshore banking y leverage a alguien en algún otro lado del mundo. Una mesera frente a él hamaca el cuerpo con tensión, el vaso en la mano, la servilleta desplegada en el antebrazo. La chica espera una orden para dejarle caer el Glenlivet en la copa —«neat» — pero también podría pasar por una expectante cazadora de autógrafos a la espera de que el casi Hugh Grant eche sobre ella diez segundos de polvo de estrellas. El británico del tweed termina su llamada, toma la factura de la chica, firma —ese otro modo de autógrafo que no halaga a casi nadie, condena o salva.
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Anuncian la partida del vuelo AS 1798 a Los Angeles. Se vacía la mitad de la sala. ¿Cuánta gente cabe en Los Angeles que todo mundo parece volar allí?
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Que entren con decisión o temor de pisar cristal frágil es indistinto: irán al pantry y comerán los bastones de apio y de zanahoria con la salsa azul y la sala tártara, buscarán pretzels y galletas de avena, galletas con chips de chocolate y galletas de vainilla, tomarán café varias veces y la limonada y el agua fresca y otra vez café y el té frío y repetirán galletas, zanahorias, apios, y, si hay, irán por quesos y por aceitunas y se comerán una manzana y una naranja y se llevarán una —o dos o tres o las que la vergüenza y el tamaño de los bolsillos permita— para el viaje. Son los eternos pasajeros de clase turista tocados por la fortuna una vez cada tanto, ascendidos a business por un error que la aerolínea quiere salvar o consolados con el VIP por un vuelo demorado demasiado tiempo o, dios no quiera, cancelado. Tal vez compren una cerveza, tal vez un sándwich. Se irán repletos de comida y de autoindulgencia. Lo contarán a sus amigos y parientes. Los entiendo. He sido parte de la colonia, volveré a ella.
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Son cuatro y los cuatro morirán pronto, pero antes jugarán esta y otras partidas de póker hasta que las enfermeras los arrastren al vuelo con sillas de ruedas, tubos de oxígeno y todo. A un costado de la mesa hay un reloj Vacheron con malla de cuero, dorado como han de haber sido mil tesoros. Quiero arriesgar que el reloj está en juego: que es el premio de una apuesta que vienen flameando desde que caminaban erectos y les sobraba el aire y había menos pasado que tiempo por delante. Como estoy cerca —insidioso husmeador insoportable curioso fisgón— uno de los dos que parece más sano me invita a unirme a la partida. Rehúso, ando sin cambio grande y no sólo que, como todo valiente, prefiera huir sino que no quiero hacerles sentir que están con alguien que todavía puede cantar empate entre los años vividos y los que me quedan. O que se apuesta eso a sí mismo, sin Vacheron de premio, nada más falso consuelo y apropiadas negaciones.
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Un grupo entra fresco a paso de reconocimiento; otro se va con ritmo de marcha tras sus gates. El ascenso al avión es un juego de atletas de fondo, marchistas, algún velocista. Siempre son más los que llegan a la meta que los que pierden la carrera.
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Cuando crees que sólo hay bartenders simpáticos en los pubs y las discos ricas, te encuentras con Ahmed, capaz de sacar tragos y batidos en segundos de sudor, golpetear con el culo del vaso la barra y llevarse propinas de diez dólares como si lo valiera. Y tal vez lo vale —sólo que yo no sé asignar valor a muchas cosas, y menos dar propinas.
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Otras cosas que no son lo que supones: los niños enojosos y chillones y gritones de dos o tres años —créanme: son, por lo general, niños con hambre o sueño; los que hablan para que se enteren todos de las dos semanas en Manhattan, del mes en Europa, del castillo con fantasmas católicos en el último viaje a Escocia —no son viajeros asiduos: suelen ser gente atropellada por un camión lleno de dinero; la comida del avión; el compañero de viaje perfecto; los Tostitos de los dispenser gigantes, el café del aeropuerto —el café de Estados Unidos.
Esta vez no hubo niños ni ricos atropellados ni compañero de viaje. Todo lo demás es omnipresente.
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Se sirvió verduritas y se sentó en los silloncitos frente a mí. Es bailarina, dice, y es de México. Le gusta, dice, ver cómo la observan desde la primera fila. Disfruta, dice, cuando le envían flores al camerino. Es bueno, dice, sentir que la gente te quiere.
La bailarina que dice todo esto dice y dice mirando una y otra vez a su alrededor, buscando el contacto con los ojos, como espera que la vean desde la primera fila, que le envíen flores con los ojos, que la quieran como la gente quiere. No resulta: nadie mira. Es el destino de los que están a medio camino: creer que están por llegar —o que llegaron— y ser ejecutados por la ignorancia pública. Yo la miro un instante, sonrío y ella me devuelve la sonrisa y da un golpe de cuello que le revuelve el cabello y se siente magnífica: validada. Yo vuelvo a mi computadora: no la reconozco, nunca la reconocí, pero yo no reconozco a mucha gente y eso no quiere decir nada o nada más quiere decir todo. La bailarina mexicana desespera por la mirada del otro y yo tengo más interés en mi pantalla donde me interpela la breve antología del insulto intelectualmente fermentado que espetó Alberto Salcedo Ramos. La bailarina que dice sigue hablando en voz bien alta y yo no estoy seguro si estuvo bien que no le hiciera notar que mis ojos escribían lástima en su frente.
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Al otro lado de mi box, una mujer abogada cuenta episodios de litigios en corte a otro abogado:
—Dice el abogado: «Doctor, ¿cuántas de sus autopsias practicó sobre los muertos?» Dice el testigo: «Todas, los vivos se niegan a ser cortados».
Ella ríe hasta la tos, él hasta el llanto.
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Hay computadoras del business center atadas a las impresoras por enlaces inalámbricos. Para imprimir hay que memorizar e ingresar un código en los teclados de la máquina. El señor calvo delante de mí va a imprimir y me mira de reojo, como si estuviera entrando a su cuenta bancaria en el ATM y mi cercanía fuese inapropiada. Tal vez lo sea: yo también echaré un vistazo por sobre mi hombro a la mujer de pelo rojo de muñeca que espera a mi espalda. Hipótesis validada: en un mundo donde hemos resignado la privacidad, el único modo de mantenerla bajo algún recaudo es con una clave, así sea para producir documentos que luego expondremos a mucha gente. Escondemos, por un rato, lo que exhibiremos para siempre.
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Voy al bar, pido el Glenlivet del británico del tweed. Simulo acento británico. Ahmed lo acepta aunque veinte minutos antes pedí una sopa con mi rarísima pronunciación de boca llena de papel higiénico mojado. Dejo un dólar a Ahmed, me agradece como si fueran los cinco que dejó el tipo a mi lado. Los profesionales de la cortesía te matan con un balazo de sentido común.
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Mi vecino de la izquierda ha tomado dos cafés, tres vasos de agua, dos whiskies, se ha comido un sándwich, una bolsa de papas fritas y un bowl con pretzels. No parecía disfrutar el alimento: tragaba casi sin masticar. Pero entonces ha ido por una manzana a la despensa del VIP, ha llegado con ella a su silla y ha desenvuelto el celofán que la cubre usando los dedos con la delicadeza con que una bailarina clásica gira sus piernas. Luego se saca los zapatos, la media tiene gastado el talón y todo vuelve a la normalidad.
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Al fondo del VIP hay una zona llamada «Quiet Area». Hay sillones con otomanos para dormitar, amplios sofás, sillas individuales anchas y apapachadoras, el mismo piso marmóleo y los machimbres opacos de cualquier hotel. Aquí se habla bajo: es una biblioteca donde sólo los motores de los aviones tienen permiso para murmuran. Ahora que acaba de llegar una señora muy señorona muy de España muy española que le grita a su hija por teléfono que la vio en Facebook en la escuela, y en su clase de baile, y en una fiesta, yo concluyo: el amor y el silencio hacen ruido.
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Noventa minutos después es hora de mi vuelo a Madrid, Gate 44.
Parpadeo: no más fotos, este mundo ha desaparecido.
Dejo el Admiral Clubs con la desesperante sensación, ya vista, de ser observado.
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«Mr. Cuffaco», dice la chica del altavoz, «sus pertenencias han sido removidas del avión».
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