[OP-ED]: Resolvamos arreglar el diálogo quebrado de Estados Unidos
Este año, mi resolución será de diferente tipo y espero que mis compatriotas sigan mi ejemplo. No involucrará medidas necesarias para llevar una vida mejor, sino cambios que todos debemos hacer para conformar una sociedad mejor.
Este año, mi resolución será de diferente tipo y espero que mis compatriotas sigan mi ejemplo. No involucrará medidas necesarias para llevar una vida mejor, sino cambios que todos debemos hacer para conformar una sociedad mejor.
Resuelvo ser más cuidadoso con lo que digo y escribo, a fin de no contribuir con la total disfuncionalidad del diálogo estadounidense. Ya no sabemos de qué manera hablar los unos con los otros, cómo discutir temas políticos y tener una polémica en forma civilizada y cortés. A menudo, hablamos tapando la voz del otro, llegamos a conclusiones apresuradas, adjudicamos motivos, nos tomamos a nosotros mismos con demasiada seriedad, practicamos una ética situacional y aplicamos distintas varas de medición. También nos apartamos de enfoques con los que no coincidimos y nos rodeamos de los que piensan igual que nosotros—todo ello para evitar enfrentar la posibilidad de estar errados en algún punto.
Pienso en el caballero que me informó que dejaría de leer mi columna porque había comenzado a estar en desacuerdo con ella demasiado a menudo. O el que—en respuesta a una columna reciente sobre la manera en que los demócratas de California atacan al presidente electo Donald Trump por amenazar con hacer lo que el presidente Obama ya hizo—me tildó de “apologista de Trump”. O el lector que—aparentemente bajo la impresión de que los columnistas cuentan con una reserva limitada de pullas—escribió, en una carta al editor, que yo debería “ahorrar” mis críticas (de Hillary Clinton) porque las necesitaría (para Donald Trump). O el que alardeó de haber comenzado a leer una de mis columnas, pero se detuvo tras la primera burla de individuos como él, y preguntó si yo creía en lo que había escrito o si era simplemente mi “fórmula para captar miradas”.
Durante la elección, hubo lectores que me acusaron de apoyar a Clinton cada vez que criticaba a Trump, y otros que dijeron que apoyaba a Trump cada vez que censuraba a Clinton. Estaban los acostumbrados “100 por ciento”, que exigían acuerdo total con todos los puntos y, cuando lo obtenían, pasaban al ataque. Y, por supuesto, ¿quién puede olvidar a los absolutistas, que no podían contemplar los matices? No podían admitir que su candidato hubiera hecho nada malo, aún cuando era obvio que sí lo había hecho.
¿Por qué los demócratas no pueden reconocer simplemente que—independientemente de si la piratería rusa influyó o no en la elección—Clinton fue la candidata peor y más débil que podrían haber nominado? ¿Por qué no pueden admitir los republicanos que Trump ganó la elección, en gran parte, explotando los temores que siente la gente ante los inmigrantes, los musulmanes, China y los “jueces” mexicanos nacidos en Estados Unidos?
Incluso en un año electoral fuera de lo común por la cantidad de sorpresas, y con un final casi impredecible, muchos estadounidenses de ambos partidos políticos nunca vacilaron en su convicción de que eran buenos y de que todo el que no estuviera de acuerdo con ellos era malo.
Por último, los medios, por su deshonestidad y partidismo, son mayormente los culpables de crear una crisis de comunicación. Tras años de pensar que la tarea de los periodistas es ser observadores imparciales, nos enteramos en esta elección de que, si el nominado de un partido es tan poco convencional como para ser considerado peligroso, está permitido que los medios salten a la plaza y traten de vencer a ese candidato. También nos enteramos de que la práctica de los periodistas de acordar hacer entrevistas extraoficiales con los demócratas está admitida, pero si se hace con los republicanos, eso sugiere un “amiguismo” que es inaceptable. Y gracias a WikiLeaks, nos enteramos de que la campaña de Clinton y los reporteros nacionales tuvieron una relación simbiótica en la que los periodistas gozaron de acceso y los funcionarios de la campaña utilizaron a los periodistas para colocar historias positivas para la candidata demócrata.
Muchas de esas maniobras salieron mal. Y al final, irónicamente, algunas de las voces más altas en los medios acabaron ignoradas por el público, que ya no creyó lo que tenían que decir. A los medios se les fue la mano, y terminaron con menos influencia de la que tenían antes de que Trump declarara su candidatura.
Qué gran lío creamos los estadounidenses. La capacidad de comunicación es un don, y no lo hemos cuidado adecuadamente. Nos centramos demasiado en nosotros mismos, demasiado encerrados en nuestra propia burbuja, demasiado cerrados a otras opiniones. Estamos tan ansiosos por expresarnos, y estamos gritando tan fuerte, que no tenenos ni idea de lo que dicen los demás. Lo que es peor, a muchos de nosotros no parece importarnos.
Que 2017 sea el año en que cambiemos el rumbo y comencemos a arreglar el diálogo quebrado de Estados Unidos.
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