[OP-ED]: Por favor, disientan con ‘The Bell Curve’ si quieren. Pero primero léanlo.
Cuando se publicó el libro de Charles A. Murray y Richard Herrnstein, ‘The Bell Curve’, en 1994, yo estaba en el segundo año de universidad y no sabía nada…
Volvió a fines de marzo de este año, cuando Murray fue expulsado por una serie de estudiantes airados en Middlebury College, en Vermont, sobre la base de que su conferencia, que se centraba en su magnífico libro de 2012, “Coming Apart”, que examina la fracturación de la sociedad estadounidense a lo largo de líneas de educación e ingresos, era ilegítima porque su trabajo anterior sobre inteligencia “demostraba” que Murray era un supremacista blanco.
Mi reacción automática fue comprar “The Bell Curve” y leerlo—acto que estoy segura, pocos de sus vociferantes detractores hicieron, por ser sumamente largo y denso.
“The Bell Curve” creó tal alboroto en Middlebury que Murray fue acallado y una profesora que debía entrevistarlo en escena sostuvo una conmoción cerebral a causa de los actos violentos de los estudiantes (más de cinco docenas de los cuales fueron disciplinadnos por la universidad).
Pero hasta una lectura de “The Bell Curve” en la sala de espera del médico revela la presentación de opiniones en conflicto sobre la historia, los procesos de medición y los análisis de datos sobre la inteligencia humana y su correlación con los genes humanos.
El libro presenta contextos políticos para los novatos en el campo de las investigaciones de la inteligencia y hay extensas discusiones sobre injusticias del sistema basadas en la raza y sobre los problemas que enfrentan los desfavorecidos económicamente. Se investiga con sumo detalle los cuestionamientos de los instrumentos utilizados para evaluar la inteligencia y si están manchados por un sesgo cultural, en toda una variedad de exámenes estandarizados muy conocidos, como los SAT.
“La literatura técnica lo dice claramente. En un estudio tras otro de los principales exámenes, la hipótesis de que la diferencia [entre blancos y negros] está causada por preguntas con contenido cultural fue contradicha por los hechos,” dice una sección. “Preguntas que el examinando blanco encuentra fáciles en relación con otras preguntas, el examinando negro promedio también las halla fáciles; lo mismo ocurre con preguntas que el blanco y negro promedios encuentran difíciles.”
Es una lástima que la controversia con respecto a “The Bell Curve” se centrara en la delineación del libro de las diferencias en inteligencia medida, entre negros y blancos. Pero la afirmación de que los autores estaban promoviendo la supremacía blanca se descarrila cuando detallan que--en el momento de la publicación del libro y aún comúnmente aceptado--los asiáticos (que constituyen ahora el grupo racial de mayor crecimiento, de mayores ingresos y mejor educado en Estados Unidos, según el Pew Research Center), tienen un cociente intelectual superior al de los blancos.
Los autores también señalan que toda la literatura del momento indicaba que los judíos tenían mayor puntaje en los exámenes de inteligencia que cualquier otro grupo étnico.
Pero las cuestiones sobre el racismo se hicieron presa de todos los titulares.
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Menos conocido es que las predicciones de Murray y Herrnstein en cuanto a la auto-categorización selectiva sobre la base de los logros educativos y los ingresos--y cómo ese factor aceleró y aumentó la desigualdad económica--demostraron ser una verdad innegable.
Y que los autores señalan repetidamente que la inteligencia no es un factor determinante para vivir una vida plena ni una medida precisa de si una persona contribuirá o no a la sociedad: “La desigualdad de dotes, entre ellas la inteligencia, es una realidad. … [Debemos comprender que] el éxito de toda vida humana no se mide externamente sino internamente; que de todas las recompensas que podemos conferir unos a otros, la más preciosa es la de ser un conciudadano valioso.”
Hay opiniones diversas e interpretaciones encontradas sobre muchos de los puntos y conclusiones de los datos hallados en “The Bell Curve” --para no hablar del amplio corpus actual de investigaciones sobre lo maleable y mejorable que es la mente.
Los autores sostienen: “Esto que conocemos como cociente intelectual es importante pero no sinónimo de excelencia humana,” sin embargo alentamos una economía que cada vez más devalúa la mano de obra física y el trabajo repetitivo, y recompensa económicamente a aquellos con títulos universitarios avanzados.
En última instancia, los debates sobre si los autores invitan a realizar un pre-juicio de aquellos individuos con capacidad innata basándose en la raza son innegablemente necesarios. Como también lo son los diálogos sobre cuánta importancia debe conferir la sociedad a la inteligencia.
Pero toda discusión informada sobre los méritos de este libro y sus deficiencias no puede ocurrir sin comprender su contenido. Se puede disentir con “The Bell Curve” --hasta odiarlo--o decidir que sus autores tenían prejuicios. Pero debe hacerse después de leerlo.
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