[OP-ED]: Juegos en la Torre Trump
Nunca pensé que defendería a Kellyanne Conway.
La portavoz y asesora del presidente electo Donald Trump merece que se le reconozca su mérito—o, desde mi punto de vista, su culpa—por salvar la tambaleante campaña de Trump y ayudar a elegir a una de las personas más peligrosas que haya jamás haya llegado a la presidencia.
Nunca pensé que defendería a Kellyanne Conway.
La portavoz y asesora del presidente electo Donald Trump merece que se le reconozca su mérito—o, desde mi punto de vista, su culpa—por salvar la tambaleante campaña de Trump y ayudar a elegir a una de las personas más peligrosas que haya jamás haya llegado a la presidencia.
Además, Conway y yo no somos exactamente amigos. Durante las primarias republicanas, cuando ella trabajaba para un Super PAC que apoyaba a Ted Cruz, tuvimos un encontronazo en Fox News cuando yo acusé a Cruz—que resulta ser mi amigo—de no decir la verdad en referencia a la propuesta de ley migratoria del Senado.
Aún así, alguien debe defender a Conway del ataque de críticas injustas en los medios sumado a la campaña de rumores propiciada por los asesores allegados a Trump, todos hombres.
Lo que puso a Conway en la encrucijada fue su declaración pública—en twitter y en televisión—en oposición a la idea de que Trump nombre a Mitt Romney, uno de sus críticos más severos, como secretario de Estado. Dejó entrever que Romney no sería leal y que, si se lo instalara en Foggy Bottom, podría crear un gobierno dentro de un gobierno. También dijo que los partidarios más fervorosos de Trump, que estuvieron con él desde un comienzo, se sentirían “traicionados” por esa elección.
Se reportó en el programa de MSNBC, “Morning Joe” que Trump estaba “furioso” de que Conway se pronunciara independientemente. Altos asesores allegados al presidente electo dicen ahora que Conway “se rebeló” porque no obtuvo la oferta del puesto que esperaba de Trump.
Conway atacó el informe de “Morning Joe”—y los comentarios subsiguientes de un panel integrado casi totalmente por hombres—como “falso” y “sexista”.
Seguro, los comentarios públicos de Conway son poco ortodoxos. Pero, ¿qué parte de la campaña de Trump, o de la transición, fue ortodoxa?
Trump no le debe nada a Romney, pero sí le debe a Conway bastante. Confió en sus consejos e instintos durante varios meses, y funcionó. Y ahora, de repente, cuando se trata de Romney, ¿no sabe lo que está diciendo?
Además, tras vivir cuatro años con Hillary Clinton como secretaria de Estado bajo el presidente Obama, ¿podemos realmente desechar la posibilidad de que un ex crítico persiga intereses que son diferentes de los del gobierno?
Clinton desobedeció órdenes de funcionarios de la Casa Blanca de no llevar a cabo asuntos oficiales en un servidor de email privado. Ignoró una advertencia de Obama de mantener distancia del ex asistente del gobierno de Clinton, Sydney Blumenthal, a quien Vanity Fair describió como “una especie de proveedor de ideas para [Hillary] Clinton, siete días por semana y 24 horas al día”. Y habló públicamente, en su libro de 2014, “Hard Choices” de sus desacuerdos con Obama en todo, desde el surgimiento del Estado Islámico hasta los niveles de efectivos en Afganistán y la extremadamente optimista posición del presidente hacia la Primavera Árabe y su negativa a armar, en un comienzo, a los rebeldes de Siria.
Así es que la afirmación de Conway de que la lealtad importa no es absurda cuando un presidente está escogiendo al más alto diplomático de Estados Unidos. Y tiene razón al cuestionar si Romney seguirá el programa de Trump y no avanzará el propio.
Aún así, todo eso presupone que las cosas son tal como parecen serlo. Trump tiene tanto talento para manipular los medios que nunca se puede saber. Podría ocurrir que, en lugar de una guerra civil interna dentro del Campo Trump, lo que estamos viendo sea una actuación teatral cuidadosamente orquestada y dirigida por el mismo Trump.
Porque no podemos asegurar qué es lo que está pasando en realidad, permítanme defender algo mucho mayor que Conway—a saber, la idea de que debería haber más matices en nuestro discurso político. Los estadounidenses hemos perdido la capacidad de hablar los unos con los otros. Constantemente saltamos y llegamos a conclusiones sobre los motivos de los demás, tratando de encasillarlos ideológicamente.
Por ejemplo, se supone que no se puede defender a Conway por cuestionar a Romney y pensar, sin embargo, que Romney sería un buen candidato como secretario de Estado.
No se puede. Para un presidente electo algunos de cuyos nombramientos fueron tiros directos, escoger a Romney sería el perfecto tiro de esquina. Mostraría que Trump está suficientemente seguro para traer críticos a su equipo, y que valora una influencia calmante.
Al final, el país estaría bien servido si Trump hiciera caso a las inquietudes de Conway y después—a pesar de ellas, nominara a Mitt Romney como secretario de Estado.
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