[OP-ED]: Historiador enfurece al grupo liberal a quien desea convencer
Al escribir “The Once and Future Liberal”, el historiador Mark Lilla produjo un breve tomo que carece de la estridente histeria de rivalidad partidista que…
En verdad, Lilla hace algo peor: cuestiona a su propio partido en una feroz crítica del fracaso del liberalismo en la creación de una visión común para nuestra nación. Sus ideas son sólidas y lógicas, y Lilla añora ciudadanos políticamente despiertos, que puedan crear cambios legislativos duraderos. El libro esencialmente sostiene que el espíritu colectivo de “Nos el pueblo” fue reemplazado por el egotismo, en un momento en que lo que más necesitamos es aferrarnos a nuestros valores compartidos.
Para grandes segmentos de Estados Unidos, esta idea no es controvertida, pero, como podía preverse, esas proclamas están enfureciendo al público al que Lilla quiere convencer.
Lilla, que es un progresista pragmático y se auto-identifica como orgulloso, ha irritado a bastantes liberales. En un prefacio a una entrevista mordaz en que el editor del New Yorker, David Remnick, pareció a la vez dolorido y horrorizado por las recetas de Lilla, se etiquetó al autor, con aprensión, como “claramente un tipo de liberal y adversario de Trump más conservador.”
Michael S. Roth, presidente de Wesleyan University, también se sintió igualmente ofendido. En la publicación Inside Higher Ed, Roth sostuvo que Lilla “condena a los radicales de los campus por no asumir su responsabilidad de ir más allá de la política de movimientos y construir coaliciones electorales exitosas ... [pero, Lilla] debe saber que la vieja solidaridad vino a expensas de muchos, y que gracias a la política de movimientos que él ridiculiza, nuestra política tiene ahora el potencial de ser más inclusiva.”
Las fuertes reacciones se deben a la franca evaluación de Lilla de la situación del liberalismo en la época de Trump, que parece ser un repudio de todo aquello por lo que los progresistas lucharon en las últimas décadas.
“Los liberales traen muchas cosas a las contiendas electorales: valores, compromiso, propuestas programáticas. Lo que no llevan es una imagen de lo que podría ser nuestro estilo de vida compartido,” escribe Lilla. “Desde la elección de Ronald Reagan la derecha estadounidense ofreció una imagen. Y es esa imagen—no el dinero, no la falsa publicidad, no el alarmismo, no el racismo—la que constituyó la fuente por excelencia de su fuerza. En la lucha por captar la imaginación de Estados Unidos, los liberales abdicaron.”
Los críticos de Lilla se burlan de él por el supuesto uso excesivo del término “abdicación”, pero Lilla da una lista de otros pecados liberales como el énfasis excesivo en la política de las identidades, que, dice, “al principio trató de grandes clases de individuos—afroamericanos, mujeres—que procuraban la rectificación de importantes incorrecciones históricas movilizando [a la gente] y después utilizando las instituciones políticas para asegurar sus derechos. Pero para la década de 1980, pasó a ser una pseudo-política de auto-consideración y una auto-definición cada vez más estrecha y exclusiva que se cultiva ahora en nuestras universidades. El principal resultado fue que los jóvenes se volcaron hacia sí mismos, en lugar de volcarlos hacia el exterior y el mundo más ancho. Los dejó sin preparación para pensar en el bien común y en qué debe hacerse con sentido práctico para asegurarlo—especialmente la tarea ardua y poco glamorosa de persuadir a gente muy diferente de ellos a unirse en un esfuerzo común.”
Una vez más, cualquier elector moderado, centrista o independiente, encontrará mucha verdad en ese pensamiento. Pero el mensaje de Lilla está aguijoneando, en cambio, a los liberales a los que trata de convencer.
Lilla sostiene, en forma bastante convincente, que no es la identidad individual, sino un sentido de ciudadanía compartido, lo que puede unir al pueblo diverso de nuestra nación. “No soy un conductor negro y nunca lo seré”, escribe. “Por eso mismo necesito una manera de identificarme con uno de ellos, si su experiencia me va a afectar. Y la ciudadanía es la única cosa que conozco que compartimos. Cuanto más se acentúen las diferencias entre nosotros, menos probabilidades habrá de que yo sienta indignación por su maltrato.”
Pero Lilla expresa amargamente la medicina que propone. Escribe lo siguiente: “Los niños no responden bien a las reprimendas y tampoco lo hacen las naciones. Sólo los enoja. Mejoran únicamente cuando se les dice que ya son buenos y por lo tanto pueden mejorar.”
A pesar de los excelentes argumentos y ejemplos de Lilla, el tono general de su libro es el de una dura reprimenda. Como resultado, el apasionado llamamiento de Lilla a unificar la izquierda con aquellos del medio y de la derecha se atenúa. Su libro probablemente sólo resuene con los progresistas que ya creen que necesitamos menos manifestantes y más alcaldes, gobernadores y otros legisladores que puedan promulgar cambios duraderos.
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