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[OP-ED]: Crónica de una venezolana que vuelve a casa luego de mucho tiempo

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Lo que han leído y escuchado es cierto, e incluso, mucho peor.

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Lo que han leído y escuchado es cierto, e incluso, mucho peor.

La primera vez que dejé mi país por más de un mes fue en el 2011, cuando conseguí la oportunidad de hacer unas pasantías en Santiago de Chile. Es bien sabido que visitar una ciudad como turista y vivir en ella por más de un mes, hace toda la diferencia. Me fui emocionada y ansiosa por nuevas y estimulantes experiencias como profesional. 

Pero al terminar la Universidad tuve que dejar de nuevo mi país, esta vez por un asunto de supervivencia. Venezuela se había convertido en el país más peligroso del mundo, de acuerdo con la tasa de muertes violentas por mes, y la inflación era entonces agresiva, pero manejable. Yo, como miles de compañeros de generación, debí buscar la manera de quedar aceptada en una Universidad extranjera, conseguir una visa y empezar de cero en algún otro sitio.

Vivir como un extranjero no era exactamente un sueño hecho realidad. Los venezolanos nunca tuvimos la necesidad de abandonar nuestro país y estábamos acostumbrados a ser siempre los anfitriones, nunca los inquilinos, así que normalmente eran los demás quienes se debían acostumbrar a nuestras costumbres, y no al revés.

Viví cuatro años en España, trabajando y tratando de establecerme de la manera más exitosa posible y jamás volví a casa, hasta este verano. Mis amigos volvían del país y contaban historias terribles sobre la agresividad y la inflación desbordada, cómo los pocos billetes que me quedaban en el monedero estaban descontinuados y no valían nada, cómo las personas debían abandonar los gustos y cómo los productos básicos estaban volviéndose escasos.

Ser ajena a mi propio país me había transformado en una escéptica como el resto del mundo. Comencé a cuestionar los argumentos de mis cercanos, llegando incluso a considerar que quizás la idiosincrasia del venezolano era un impedimento para su resiliencia. Llegué al punto de contemplar la posibilidad de que la crisis socio-política del país era un golpe bien merecido a nuestra arrogancia y a nuestra incapacidad de pelear por nuestros derechos como tantos otros países habían hecho. Al final yo había huido como todos los demás, ¿no?

Pero entonces decidí visitar mi país una vez más, y todo cambió.

Cuando llegué a Caracas no pude conseguir un teléfono para llamar a mi familia y organizar mi estadía. Le pregunté a un cargador de equipaje si podía usar su teléfono y me pidió a cambio un dólar (1 dólar equivale a 1.000 bolívares) y entonces al darse cuenta de mi cara de perdida, diez hombres más me abordaron preguntando incesantemente si quería cambiar mis dólares. Me sentí amenazada, pues recordé lo peligroso que era ese país; todos se veían terriblemente delgados y desamparados, y por primera vez consideré que quizás podría correr más rápido que un ladrón en Venezuela.

Caracas es un universo paralelo comparado con la pequeña ciudad de la que provengo. Podías darte cuenta de cómo la crisis social era inaguantable, cómo mi propia familia (profesores universitarios, ingenieros y administrativos) eran incapaces de comer tres veces al día pues sus salarios no les alcanzaban y sus vidas se estaban transformando en el reflejo de su desesperación.

Pedí salir a la calle a echarle un vistazo a la ciudad. Quería ver con mis propios ojos la realidad de la que tanto se hablaba. Tras negociar con la aprehensión de mi tío, finalmente accedió a que lo acompañara a hacer una cola en un supermercado por horas, para conseguir productos básicos. 

Llegamos a un supermercado cuyos propietarios eran Chinos, y frente al cual la cola era tan larga como alcanzaban tu vista. La policía intentaba organizar a las personas en una única fila, controlando a quienes no se podían mantener en un solo sitio, y fue entonces cuando escuché a una joven decir: “si me quedo quieta me desmayo. Tengo más de 24 horas sin probar bocado”. Me dieron escalofríos. Esto no podía estar pasando.

Tras dos horas de pie, finalmente pudimos entrar al establecimiento para encontrar que sólo quedaba papel higiénico y harina de maíz en cuatro pasillos, espacios reservados para los alimentos cuyo precio mantenía controlado el gobierno. Los otros pasillos estaban llenos de productos que solíamos comer cuando niños, pero al detallar los precios te dabas cuenta de que era imposible que una persona cuyo sueldo llegaba a escasos 15$ pudiera comprar un kilo de vegetales a 3$. 

Cuando finalmente salimos del supermercado, habían cuatro jóvenes escarbando la basura de enfrente y gritando “¡Revisa bien, que aquí la gente come mucho pollo! ¡Algo debe quedar!”… Entré en pánico. Había juzgado mal la realidad. Todo aquello era verdad, y no había vuelta atrás.

Nunca había estado en un país hambriento. Venezuela era la niña malcriada de los países latinoamericanos. Éramos un país rico, teníamos el suelo más fértil y los más hermosos y diversos paisajes, pero teníamos el alma empobrecida, nuestra educación estaba severamente deteriorada y nuestro destino cayó en manos de aquellos que se sintieron olvidados por décadas pasadas de constante bipartidismo político.

Lo que más me asusta es que entre el hambre y el miedo el pueblo venezolano ha olvidado que ese desastre fue un proceso gradual que comenzó hace 17 años cuando Hugo Chávez fue electo presidente, y continuó creciendo a velocidad reducida pues corrió con la suerte de tener los mejores precios por barril de petróleo durante los primeros 10 años. Nuestra historia fue desmantelada y reemplazada por una nueva e incoherente narrativa donde Bolívar se ha transformado en una especie de súper héroe, en vez de un personaje más en la centena que hizo posible nuestra independencia. Y Chávez es ahora un mártir, traicionado por el líder de turno.

Al llegar a Mérida, mi ciudad, (330.287 hab.) las cosas tomaron un matiz diferente. La situación había sumido a la población en una tristeza silenciosa y desesperante. Las personas aún  lograban sortear el hambre, pero se han rendido al hecho de que no hay manera de salir de ésta, pues el poco dinero que quedaba se transformó en arena por la monstruosa inflación y comprar un pasaje para escapar ya no es una posibilidad.

La parte más triste de este asunto es que los movimientos políticos están aprovechándose de la miseria con el objetivo de moverse estratégicamente hacia el poder. Dejé el país con la fuerte sospecha de que ambos partidos políticos han pactado para cambiarle el color al gobierno, convenciendo a la gente de que hay realmente un cambio de contenido. Venezuela está condenada a acostumbrarse a la pena y a vivir en un territorio donde el tiempo pareciera no pasar, exactamente lo que nuestros compañeros cubanos nos advirtieron hace 17 años. 

Tuve que dejar mi país atrás, con el corazón transformado en una pasa y con la total convicción de que Venezuela no volverá jamás a ser el magnífico país que alguna vez fue; me fui con la certeza de que mi familia crecerá aparte en diferentes latitudes y de que tendré que adaptarme a un nuevo lugar que intentaré llamar hogar, tal como nuestros abuelos hicieron hace 70 años.