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No me simpatizan las mentiras

No me simpatizan las mentiras

CHICAGO – Al volver a contar la revelación de la semana pasada de que José Antonio Vargas, periodista laureado con el Premio Pulitzer, es un inmigrante ilegal,…

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Pero si un reportero carismático con buenas intenciones y la
capacidad de cometer diversos y numerosos tipos de engaño y delitos federales
es el último ejemplo del triste estado del crisol de razas, Estados Unidos
tiene grandes problemas.

Cualquiera con un mínimo de compasión que haya leído el ensayo de
Vargas "Proscripto: Mi vida en Estados Unidos como inmigrante indocumentado",
publicado el domingo pasado en la revista del New York Times, no ha podido
impedir que su corazón se agitara de tristeza. Siendo un niño de 12 años fue
entregado por su madre, que sólo quería que su hijo tuviera una vida decente. Hasta
que Vargas intentó sacar su licencia de manejar, creyó ser un residente legal
de Estados Unidos .

El resto de la historia de Vargas produce dolor de estómago.

Su abuelo, residente legal de Estados Unidos, hizo entrar a Vargas
de contrabando en California, bajo un nombre falso, con un pasaporte falso, que
utilizó para obtener una tarjeta del Seguro Social auténtica, pero restringida,
que más tarde alteró en un centro de copias Kinko, para que pareciera que
Vargas era nacido en Estados Unidos y, por lo tanto, ciudadano estadounidense.

A pesar de la ansiedad creada por ser un impostor, su sentido de
culpa por la red de mentiras y su omnipresente temor a que lo aprehendieran,
Vargas se destacó en la escuela secundaria como miembro del coro y como periodista.
Su éxito académico llevó al primer flirteo con "salir" del armario de
inmigrante ilegal: con la asistencia de una "red subterránea" de
administradores escolares amigos, quienes hasta consideraron adoptarlo, se
consultó a un abogado de inmigración. Vargas se enteró de que la única manera
de rectificar legalmente su situación era volver a las Filipinas, aceptar una
prohibición de 10 años y después solicitar su retorno legalmente.

Vargas no consideró que volver a su familia era una opción viable y,
en lugar de eso, fue al estado vecino de Oregón en el que, con la ayuda de
amigos, obtuvo la licencia de manejar que le permitiría utilizar un coche,
viajar en avión y aceptar puestos en los medios, algunos de los cuales incluían
reportar sobre asuntos de inmigración ilegal. Vargas, convertido en estrella
del periodismo, logró con su juego de identidades falsas hasta pasar el
Servicio Secreto y entrar en la Casa Blanca para reportar sobre una cena de
estado y entrevistar a altos funcionarios.

Lo que se suponía que el público general debía llevarse de la
"heroica" admisión de Vargas es que los inmigrantes ilegales generalmente son
individuos que no desean quebrar la ley, decir mentiras ni lastimar los
sentimientos de nadie, pero que están obligados a hacerlo por las draconianas e
injustas leyes migratorias de este país. Y que no son sólo porteros, niñeras o
jardineros, sino también profesionales que realizan numerosas grandes
contribuciones a la sociedad.

He aquí lo que yo, y muchos otros, nos llevamos de la historia.

Una persona puede mentir a casi todo el mundo e institución con la
que ha entrado en contacto mientras está en los Estados Unidos, para después
cubrirse con la bandera estadounidense, utilizando el lenguaje de la historia
de los derechos civiles estadounidenses, y convertirse en un activista de alto
perfil con pocas posibilidades de que lo deporten.

Y no importa que se humillara a colegas respetados. Una profesión
que ya está sufriendo de ser percibida con un sesgo liberal ha sido más mancillada.
Y en salas de redacción y oficinas de todo el país, los profesionales hispanos
y asiáticos quizás sientan ahora, más que nunca, que su honestidad y categoría
de residentes también están en duda. Se supone que eso está bien, porque el
tema de la reforma migratoria es una cuestión sumamente importante.

Hasta para los que sienten enorme comprensión por la lucha de los
que vienen a este país a trabajar arduamente, incluso por jornales bajos, por
tener una oportunidad en la mítica "vida mejor", es casi imposible no sentirse
profundamente perturbados por la auto-promoción disfrazada de sacrificio, la
descarada actividad criminal y las comparaciones de mal gusto con las
experiencias de los afroamericanos y su lucha por la igualdad.

Este último intento de poner un rostro humano y conocido a las
inquietudes sobre la política migratoria será, en gran parte, ignorado o, peor
aún, producirá una reacción negativa, porque aunque Vargas es una narrador
convincente, no es tan fácil compadecerse de su crónica.

Si su intención fue inspirar compasión por los 11 millones de
inmigrantes ilegales, que no esperarían salvarse del pleno impacto de las
repercusiones legales si corrieran a los medios, ha dejado a muchos,
fríos. 

 © 2011, The Washington Post Writers Group