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Niños que matan

El problema de los niños que matan es mundial, tanto en la metrópoli como en provincia; es de tal proporción que no es posible dejar la responsabilidad en…

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El
caldo de cultivo de la pobreza, familias desintegradas, drogas, armas, y el
desprecio por la vida, han engendrado una generación violenta. El universo de
pistolas, pandillas, y tráfico de estupefacientes ha construido una muy ancha
carretera para que los niños se conviertan en asesinos: portan armas para
defenderse. Portan armas para matar.

En las grandes metrópolis miles de niños pertenecen a
bandas bajo el mando de 'ministros' de entre 30 y 40 años. Reclutan a niños
porque hay mucho trabajo para ellos: robo de coches, tráfico de drogas,
prostitución, extorsión, fraude con tarjetas de crédito.

 "¿Quieres
pertenecer a nuestro club?" preguntan los 'ministros'.  "Entonces tienes qué traerme un coche
deportivo para esta misma noche, $1,000 dólares: y te truenas al mono (policía)
porque nos estorba."

¿Por qué desean los niños pertenecer a las bandas? Muchos
tienen un común denominador: crecieron en un medio hostil, casi en total
abandono; sin fe, sin esperanza, sin amor. Cuando les preguntan qué los haría
sentirse seguros, contestan: "una pistola". Entre otras cosas, una pistola los
protege de los otros niños que portan armas. "Me fascina disparar una pistola:
pum-pum-pum. Me siento poderoso e invencible mientras la traigo conmigo."

Muchos países están en vías de cambiar todo el sistema
judicial juvenil en busca de otro que proteja a la sociedad de la violencia
criminal de los niños, y que a la vez sea eficiente para rehabilitar a aquellos
que puedan aún salvarse. Pero, ¿cómo diferenciar los que tienen posibilidad de
rehabilitación y aquellos que ya están más allá de toda esperanza?

Hace más de quince años la portada de la revista
norteamericana TIME se vistió de luto con la tragedia del 'Crimen en
Miniatura'. Yummy Sandifer de once años de edad, al balacear a miembros de la
pandilla rival mató a una niña porque "se le atravesó". Tres días después Yummy
fue ejecutado por miembros de su propia pandilla. En el diminuto ataúd, junto
al cuerpo de Yummy fue colocado su osito de peluche. Un traje nuevo cubría la
infinidad de cicatrices de quemaduras de cigarrillo que marcaban su cuerpo
desde su más tierna infancia. No conoció a su padre. Su madre era drogadicta.
Una interminable fila de mujeres con sus hijos pequeños pasaban frente al
féretro: no para rendirle homenaje ni dar un último adiós, sino para que
sirviera de escarmiento a sus pequeños: "Así mueren los niños asesinos."

Los niños criminales matan, violan, extorsionan, roban,
incendian, balancean casas por el placer de divertirse con la angustia que
provocan. El expediente de Yummy registra 23 crímenes. Los últimos tres días de
su vida los pasó huyendo de la policía y de la banda. "Era como un animal
atrapado, todos tras él." Fue ejecutado por sus amigos en un túnel, con la
cabeza sumergida en el fango, al estilo mafia. Yummy tenía 11 años de edad.
Nunca se arrepintió: la soledad y las torturas habían desarrollado en él
tenebrosas facultades en lo más oscuro de su ser atormentado.

Los tribunales juveniles fueron diseñados para procesar delitos
infantiles, no para juzgar a niños de 10 y 11 años en un tribunal para adultos
por la gravedad de sus crímenes. 
Veinte años en prisión puede convertirlos en monstruos de 30 años.

 Muchos países
del primer mundo utilizan perros sabuesos adiestrados para olfatear alcohol,
drogas, y metales para detectar armas en las mochilas de los niños en el
intento de frenar la epidemia de violencia de nuestra realidad. No lo han
logrado. Después de una balacera particularmente sangrienta una madre comentó:
"Nuestros niños se están convirtiendo en asesinos desalmados".

No se quedó con los brazos cruzados: ha fundado una
organización para combatir la violencia. 
Las madres patrullan las calles en turnos durante el día, equipadas con
potentes radios para dar aviso a la policía de incidentes a la salida de las
escuelas, en los centros de diversión y en las fiestas de adolescentes. Los
padres patrullan de noche en turnos con sofisticado equipo de radio y cámaras
de video y mantienen comunicación permanente con policías y familias. Compran a
$50 dólares cualquier arma que los chicos deseen entregar. Padres y madres,
juntos, los fines de semana coordinan juegos deportivos y competencias con magníficos
premios: se han organizado para crear ambientes saludables y divertidos.

Sería imposible con castigos para la autoridad pública
suplir la seguridad y la ternura que todo niño tiene derecho a recibir en el
hogar. La prevención de la violencia juvenil debe iniciarse en la familia.
Hasta entonces, los asesinatos ciertamente continuarán.

betrevino@prodigy.net.mx