Las marchas de la insensatez
Hace 10 años, Estados Unidos invadió a Irak; de alguna forma, nuestra clase política decidió que deberíamos responder a un ataque terrorista, declarándole la…
Hace 10 años, Estados Unidos invadió a Irak; de alguna forma, nuestra clase política decidió que deberíamos responder a un ataque terrorista, declarándole la guerra a un régimen que, por infame que fuera, no tuvo nada que ver con el ataque.
Algunas voces advirtieron que estábamos cometiendo una terrible equivocación; que eran débiles los argumentos a favor de la guerra y posiblemente fraudulentos, y que lejos de dar como resultado la prometida victoria fácil, lo más probable era que la empresa terminara en un dolor muy costoso.
Y esas advertencias, claro, eran correctas.
Resultó que no había armas de destrucción masiva; en retrospectiva, era obvio que el gobierno de Bush engañó deliberadamente a la nación, llevándola a la guerra. Y la guerra – que costó miles de vidas estadounidenses y veintenas de miles de vidas iraquís, e impuso costos financieros muchísimo más altos de lo que pronosticaron sus impulsadores – debilitó más a Estados Unidos, no lo fortaleció, y terminó por crear un régimen iraquí más cercano a Teherán que a Washington.
¿Acaso aprendieron algo nuestra elite política y nuestros medios informativos de esta experiencia? Vaya que no lo parece.
Lo verdaderamente asombroso, desde los preparativos hasta la guerra, fue la ilusión del consenso. Hasta hoy día, los expertos que se equivocaron se excusan diciendo que "todos" pensaron que era sólido el argumento para ir a la guerra. Claro, reconocen, que había quienes se oponían a la guerra, pero estaban fuera de la corriente principal.
El problema con este argumento es que era y es circular: el apoyo a la guerra se convirtió en parte de la definición de lo que significaba sostener una opinión de la corriente principal. A cualquiera que disintiera, sin importar cuán cualificado estuviera, se le etiquetaba, ipso facto, indigno de consideración. Esto fue cierto en los círculos políticos; igualmente cierto en gran parte de la prensa, que tomó partido y, de hecho, se unió a los partidarios de la guerra.
Howard Kurtz de CNN, que estaba en The Washington Post en ese entonces, escribió hace poco sobre cómo funcionó este proceso, cómo se desalentaba y rechazaba el reporteo escéptico, sin importar cuán sólido fuera. "Era frecuente que se enterraran, minimizaran o le pusieran trabas a los artículos en los que se cuestionaba la evidencia o la lógica de la guerra", escribió.
Hubo una reverencia hacia la autoridad, exagerada e inapropiada, estrechamente relacionada con esta toma de partido. Sólo se consideraba dignas de respeto a las personas en posiciones de poder. Kurtz nos dice, por ejemplo, que The Post eliminó un artículo sobre dudas respecto a la guerra de su propio reportero sénior de la defensa, argumentando que estaba basado en opiniones de funcionarios militares retirados y expertos externos, "en otras palabras, los que tenían independencia suficiente para cuestionar la lógica para ir a la guerra".
En conjunto, fue un ejemplo perfecto de los peligros de la terapia grupal, una demostración de cuán importante es escuchar las voces de los escépticos y separar el reporteo del activismo. Sin embargo, como dije, es una lección que parece no haberse aprendido, si se considera como evidencia a la obsesión por el déficit que ha dominado a nuestra escena política los últimos tres años.
Bien, no quiero llevar la analogía demasiado lejos. Una mala política económica no es el equivalente moral de una guerra que se peleó en forma fraudulenta, y aun cuando los pronósticos de los regañones del déficit han estado equivocados una y otra vez, no ha habido ningún acontecimiento tan decisivo ni tan impactante como el fracaso total cuando no se encontraron armas de destrucción masiva. Lo mejor de todo es que los disidentes no operan en una atmósfera de amenazas, con el sentido de que plantear dudas podría tener consecuencias devastadoras en lo personal y en la carrera que fue tan generalizado en 2002 y 2003. (¿Se recuerda la campaña de odio en contra de las Dixie Chicks?)
Sin embargo, ahora como entonces, tenemos la ilusión del consenso, una ilusión basada en el proceso por el cual se margina de inmediato a cualquiera que cuestione el discurso preferido, sin importar qué tan sólidas sean sus credenciales. Y ahora como entonces, parece a menudo que la prensa ha tomado partido. Ha sido especialmente impactante cuán frecuente se informa de las aseveraciones cuestionables como si fueran hechos. Por ejemplo, ¿cuántas veces han visto artículos nuevos que aseveren simplemente que Estados Unidos tiene una "crisis de deuda", aun cuando muchos economistas argumentarían que no enfrenta semejante cosa?
De hecho, en cierta forma, la línea entre las noticias y la opinión ha quedado aún más diluida en los problemas fiscales de lo que estuvo en la marcha hacia la guerra. Como notó Ezra Klein de The Post el mes pasado, parece que "las reglas de la neutralidad reporteril no se aplican cuando se trata del déficit".
Lo que deberíamos haber aprendido de la debacle en Irak es que se debería ser siempre escéptico y nunca depender de una supuesta autoridad. Si se oye decir que "todos" apoyan una política, ya se trate de una guerra optativa o de la austeridad fiscal, se debería preguntar si se ha definido a "todos" para excluir a cualquiera que exprese una opinión distinta. Y los argumentos políticos deberían evaluarse por sus méritos y no por quien los expresa. ¿Recuerdan cuando Colin Powell nos aseguró que había esas armas de destrucción masiva en Irak?
Desafortunadamente, como dije, pareciera que no aprendimos esas lecciones. ¿Lo haremos alguna vez?
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