El valor de la palabra
Si hay un país que puede permitirse una opinión fuerte sobre el tema de la lucha contra las drogas ese es Colombia. No por autoridad moral –como bien lo dice…
Si hay un país que puede permitirse una opinión fuerte sobre el tema de la lucha contra las drogas ese es Colombia. No por autoridad moral –como bien lo dice el columnista de la Revista Semana Antonio Caballero–, sino por experiencia. El problema, al igual que en todas las discusiones de alcance mundial, es que no se atreve: ese es un derecho reservado a los países poderosos, que saben aprovecharlo muy bien en favor de sus intereses.
El resto calla, escucha, asiente, agacha la cabeza y obedece. Así llevamos muchos años. Estados Unidos declaró hace cuatro décadas la guerra contra las drogas, y desde entonces, pese a los estragos que ésta ha provocado –específicamente en el terreno del narcotráfico– nadie se ha atrevido a contrariarlo.
Lo hizo Holanda, cierto, y Schwarzenegger en California, pero nunca una potencia productora de marihuana o coca, un gobierno que pueda en realidad fastidiar el millonario negocio de la prohibición.
Por eso ha causado tanto revuelo la reciente declaración de Juan Manuel Santos al periódico británico The Guardian. "Si el mundo piensa que la legalización es la solución, le daré la bienvenida.
No estoy en contra", dijo el presidente colombiano. Ni dijo nada del otro mundo, podrán alegar muchos, nada contundente, nada decisivo, y habrá que darles la razón, pero, al mismo tiempo, habrá que recordarles que por esta vez eso no importa, que lo que cuenta aquí es que lo dijo, que habló duro, que tomó partido. Llamémoslo como queramos: libertad de expresión, independencia de palabra, autonomía intelectual. O llamémoslo, sencillamente, tener cojones, que suena mejor.
Y no es que Santos sea un modelo de liderazgo y dignidad –ojo–, porque desde sus días como ministro de defensa, pasando por su breve etapa de candidato presidencial hasta su actual posición de mandatario, ha demostrado que no tiene ningún escrúpulo en acomodar sus ideas al mejor postor, que justifica cualquier medio –por rastrero que sea– para alcanzar sus ambiciones y que sigue siendo un siervo de las potencias.
Lo que hay que aplaudirle no es el contenido de su declaración, ni siquiera las implicaciones que ésta puede tener –porque seguramente no va a tener ninguna–, sino el arrojo que mostró. Puede que todo –como suele suceder en la política de Santos– se quede en meras palabras, pero el ejemplo de coraje ya está dado.
No hay que olvidar que el lenguaje es el arma natural del hombre, y el que no habla vivirá siempre sometido a la voluntad de otros. Por eso, por recordarnos el valor de la palabra, hay que agradecer a Juan Manuel Santos en este día de acción de gracias.
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