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El regalo que me dio mi padre

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Cuando tenía 12 años, mi padre habló ante mi grupo de séptimo grado. Recuerdo haberme sentido orgulloso, ya que mi escuela rural estaba impresionada con la visita de un catedrático universitario. Sin embargo, también recuerdo haberme avergonzado por el fuerte acento eslavo de mi papá, por sus orígenes de refugiado, por “ser diferente”.

Estoy de regreso en mi casa de la infancia y reflexiono sobre todo esto porque abruptamente me encuentro huérfano de padre el Día del Padre. Mi padre murió hace unos días a los 91 años, tras llevar una vida de libro de cuentos: Dedicado sobre todo a su único hijo.

Reportar sobre la pobreza y los padres ausentes me ha enseñado lo que es del don de la paternidad: sé que me saqué la lotería de la vida al tener padres amorosos y bondadosos. Hay otra razón por la que me siento en deuda con mi padre, y tiene que ver con esas costumbres extranjeras incómodas: Su disposición a dejar todo lo conocido detrás por ir en busca de un mundo nuevo que proporcionaría oportunidades incluso a los hijos de un refugiado.

Mi padre, un armenio, nació en un país que ya no existe, Austria-Hungría, con un forma de vida que ya no existe. La familia era de la nobleza y vivía en una propiedad de miles de acres; pero, entonces, estalló la Segunda Guerra Mundial.

Sin un quinto, mi padre huyó a caballo hasta Rumania, pero vio que un país comunista no brindaría un futuro ni para él ni para su descendencia. Así que se dirigió a Occidente, a nado por el río Danubio una noche sin luna. Del lado yugoslavo del río, lo capturaron y enviaron a un campo de concentración, y, después, a una mina de asbesto y un campamento forestal. Tras dos años, pudo huir a Italia y después a Francia.

Mi padre encontró que a pesar de su francés fluido y educación universitaria, Francia no adoptaba refugiados. Incluso, no se consideraba a los hijos de refugiados como franceses completos.

Así que abordó un barco en 1952 rumbo a Estados Unidos, la tierra de las oportunidades, aun cuando el inglés no estaba entre los siete idiomas que hablaba. Su primera compra fue un ejemplar del Sunday New York Times, con el que empezó a enseñarse una octava lengua.

Tras trabajar en un campamento forestal en Oregon para ganar dinero y aprender inglés, volvió a cursar la universidad a los 34 años, en el Colegio Reed. Obtuvo el doctorado por la Universidad de Chicago, donde conoció a mi madre, Jane, y a los cuarenta y tantos empezó una carrera como catedrático de Ciencia Política, y, al final, terminó en la Universidad Estatal de Portland.

Porque nunca olvidó lo que es estar necesitado, mi papá siempre prestó atención a las necesidades de otras personas. En forma exasperante. Recogía a cada autoestopista que encontraba y se desviaba muchas millas para llevarlos; si necesitaban un lugar donde dormir, les ofrecía nuestro sofá.

Sé que hay que celebrar una vida tan larga y rica, no llorar. Sé que sus valores y perspectivas sobreviven porque están entretejidos en mi ser. Sin embargo, mi corazón todavía está terriblemente adolorido.

A medida que crecía, llegué a admirar las costumbres extranjeras de mi padre como emblemas del regalo de cualquier inmigrante a sus hijos. Cuando estaba en la universidad, copié una declaración suya:

“Guerra, necesidad y campos de concentración; exilio del hogar y la patria, esto ha hecho que odie los conflictos entre los hombres, pero no me han hecho perder la fe en el futuro de la humanidad. Si el hombre ha sido capaz de crear las artes, las ciencias y la civilización material que conocemos en Estados Unidos ¿Por qué habría de considerársele incapaz de crear justicia, fraternidad y paz?”.

Lo pegué en la pared de mi habitación en el dormitorio universitario, pero no le dije. Parecía demasiado incómodo. Y ahora es demasiado tarde. Incluso esta columna sale unos días demasiado tarde.

Hay que celebrar el legado de la paternidad con algo más sencillo, más profundo y más verdadero. Hay que hablar y abrazar con el corazón y el alma, mientras aún hay tiempo.