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El carácter común de la pérdida y el duelo

  Recuerdo exactamente cómo pasé el 11 de septiembre del 2001: Pegada a la televisión y al teléfono, con la esperanza de poder hablarle a mis hermanos en la…

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Recuerdo exactamente cómo pasé el 11 de septiembre del 2001: Pegada a la televisión y al teléfono, con la esperanza de poder hablarle a mis hermanos en la ciudad de Nueva York. Rezaba que no estuvieran en el metro o que ningún mandado los hubiera llevado a esa sección de la ciudad esa mañana cuando las torres gemelas se vinieron abajo.

Serían 36 horas antes de que me enterara que mis hermanos estaban bien, a pesar de que uno, de hecho, había estado en el metro durante el ataque mientras evacuaron a todos los que iban en ese tren a una calle próxima a las torres. Mi gran fortuna en ese día hace 11 años, fue que no perdí a ninguno de mis seres queridos y, por lo tanto, no se  me rompió el corazón. Muchos no pueden decir lo mismo.

Como debe ser, hoy en día celebramos el aniversario del 9/11 con las historias del heroísmo, sacrificio, bondad y asombroso sosiego de las personas atrapadas  y las que respondieron a la tragedia. Juramos nunca olvidarnos de ellos, ni olvidar la insensata pérdida de vidas.

Sin embargo, siento que en nuestra conmemoración del 9/11 estamos dejando fuera algo importante.

Por mucho que recuerdo la conmoción de ese día, me acuerdo mucho mejor de las conmemoraciones improvisadas qué se montaron en otras naciones — no por parte de las entidades gubernamentales, sino de parte de la gente común que compartía nuestra pérdida, y mantenía con nosotros una vigilia desgarradora.

Nunca antes había visto tal expresión de solidaridad en el duelo.

Recuerdo con toda claridad que me sentí increíblemente conmovida y, al mismo tiempo, avergonzada. La gente en todas partes llora a diario la pérdida de sus seres queridos a causa de violencia, terrorismo y las guerras - declaradas o no - y lo hacen sin que yo les monte un homenaje. Genocidios de cientos de miles de personas se han llevado a cabo durante mi vida sin que yo haya prendido ni una sola vela.  

¿Sería que la gente que encendía velas en las calles de Azerbaiyán, Japón, Groenlandia, Bulgaria y Tajiskitan, las que dejaban flores y notas de condolencia ante la Embajada de EE.UU. en Beijing, y la gente que esperaba tres horas en fila en Dublín para firmar un libro de condolencias, eran mejores personas que yo? Es posible. Sin embargo, también señala un rasgo no muy admirable de los estadounidenses  — el de no prestarle mucha atención al resto del mundo, y cuando de repente lo hacemos, es para sentir que estamos al margen de —y por encima de— todos los demás países.

A pesar de las buenas intenciones, nuestra forma de marcar el aniversario del 9/11 tiende a exacerbar el aislamiento que el "excepcionalismo  americano" engendra. Nos hacemos herméticos, excluyendo a los demás porque creemos que nadie que no sea estadounidense puede entender lo que pasamos, incluso hacemos que nuestra memoria nacional sea una ocasión para posturas políticas y patrioterismo velado.

No sugiero dejar de recordar lo que perdimos en el ataque del 9/11, pero sí sugiero que empecemos a reconocer que el mismo forma parte de un número insoportable de tragedias semejantes que sufren todos los seres humanos. 

Sugiero que hagamos el equivalente a lo que la gente de otras naciones hicieron después del 9/11: Encendamos velas, no solo para marcar nuestro duelo, pero también el de los demás.  Porque, como dijo la periodista y activista Dorothy Day, "Todos hemos conocido la larga soledad y hemos encontrado que la respuesta es la comunidad".