Cuento: Intangible y sin palabra
Uno de los terrores monstruosos que me llevaba por delante, es que los otros, las caras circunvecinas quisieran en la mía mirarse para saber que estaban. Eso…
No me gustaba que otros dependieran de
mí. No era que no me importaran los demás, que del todo los aborreciera,
era más bien ese miedo a no saber desde qué punto y hasta qué hueso era mi
frontera. Con las otras caras en fusión, mi nariz no era mi nariz o
mi mentón, la curva de otra faz. Esa era una confusión que por las
noches sobre todo, me impedía un sueño plácido. Venían a la mente las
frases inconclusas desde múltiples labios partiendo y empujándose, escuchaba en
mi mente hasta el formarse de muecas de desesperanza y en un momento dado, yo
que me sabía dueña de un territorio de palabras, no tenía una sola para
aplacarme.
Y las palabras últimamente me faltaban
mucho. Se me antojaba decir las cosas al revés, decirlas sin hablar, no
decirlas para nada y sobre todo no encontrarlas en el momento de las
explicaciones:
Una palabra nació en la boca de un
hombre. El hombre la amaba. La palabra crecía todos los días.
Obedecía al hombre cuando él la llamaba y tanto como el hombre la quería, era
bella la palabra y lo quería a él.
Era una palabra enorme, de mucho color,
de gran significado, y en la boca del hombre tenía un
sonido abierto y claro como las aguas en enjambre. La palabra crecía, se
posaba sobre las cosas tangibles y un día hizo la prueba de posarse sobre las
cosas intangibles.
El hombre la buscó asustado.
Por ningún lado la palabra. Y la palabra quieta y enroscada en su cosa
intangible, lloraba porque era transparente también y le daba miedo.
De pronto en un rincón, en una
convergencia de pared, el hombre escuchó un eco. ¡Era su palabra! Pero,
¿cómo podía ser? Él no la veía. No podía recogerla, no podía
pasársela por los dientes como lo había hecho antes, pero la reconocía.
La palabra se enroscaba cada vez más en
su cosa intangible, parecía no depender de ella, y de hecho en un momento
sintió como si se bifurcara. Muchas palabras empezaron a acompañarla,
palabras que no venían ahora del hombre sino del aire.
La palabra no cabía en ningún lado.
Era muy grande, muy tragona. Se tragaba el aliento de los niños que
jugaban al reverso del muro, se engullía los llantos profundos de las gentes
que como su padre, parecían dueñas del entendimiento, y no podía evitar
resistirse de los corajes legítimos que se afanaban en cambios por fuera porque
eran más fáciles que los cambios por dentro…
El hombre y su palabra se encontraban sin
regularidad. Ella tenía muchas gargantas que poblar, muchas hijas palabras
que engendrar; y el hombre… bueno, el hombre estaba muriendo sin ella, se
había quedado atrapando ecos en su memoria, repitiéndolos hasta que no se
pudieran oír.
A ver… ¿qué palabra era?
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