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El propietario de las granjas Paulk Farms & Vineyards, Gary H. Paulk (2 d.), habla con dos de sus trabajadoras fijas, las mexicanas Gloria (izq.) y MarÌa Luisa Mandijano (dcha.), mientras recogen moras en el campo en Wray, Georgia. Conforme se acerca la entrada en vigor de la nueva ley de inmigraciÛn HB87 en Georgia el prÛximo 1 de julio, son cada vez menos los inmigrantes que vienen a trabajar a los campos con una disminuciÛn de hasta un 50 por ciento y con ello crece la preocupación entre los productores
El propietario de las granjas Paulk Farms & Vineyards, Gary H. Paulk (2 d.), habla con dos de sus trabajadoras fijas, las mexicanas Gloria (izq.) y MarÌa Luisa Mandijano (dcha.), mientras recogen moras en el campo en Wray, Georgia. EFE/Erik S. Lesser

Nuestros Verdaderos Trabajadores Esenciales

Practicar el distanciamiento social es imposible para ellos. Sin embargo, siguieron trabajando y alimentando al país.

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La pandemia de COVID–19 ha obligado a redefinir la jerarquía de la importancia que algunos trabajos tienen para la sociedad, pero también ha evidenciado la injusticia con que los tratamos. El caso de los agricultores es uno de los más prominentes. 

En todos los países en que se ha aplicado la medida de cuarentena han mandado a casa a todo aquel que no solamente no podía hacer su trabajo desde allí sino que además, entendieron desde el primer día los gobiernos, de ellos depende la subsistencia física de todos nosotros. 

Lo esencial es verdaderamente invisible a los ojos

La pandemia de COVID–19 abrió un espacio que, por una parte, redefinió los criterios de qué es lo esencial –y resultó que lo esencial estaba lejos de la bolsa de valores– y amplificó las profundas incongruencias y las graves consecuencias que traen la distancia que hay entre lo mínimo que nos mantiene vivos y la manera en que, como sociedad, cuidamos de quienes llevan a cabo esas tareas. 

El sistema de salud no dio abasto cuando vimos que llevaba décadas siendo tratado con los criterios de cualquier negocio, los servicios de logística y entrega a domicilio tuvieron su nochebuena a expensas de los trabajadores y ellos levantaron la voz: largas horas de trabajo, poca o ninguna protección. 

La producción de alimentos ha sido otra de las piezas frágiles en este rompecabezas: inicialmente las cadenas de distribución tuvieron que reajustarse al cierre en seco de restaurantes y escuelas a las que llegaban en grandes volúmenes. 

Esto implicó también el desperdicio de toneladas de comida que no pudieron llegar a sus destinos y tampoco encontraron uno nuevo de manera oportuna –pese a que, entre tanto, el desempleo crecía a un extremo que no se había visto desde la Gran Depresión y los bancos de comida copaban sus capacidades–. En lo que The Economist ha llamado una especie de “milagro del capitalismo”, las cadenas de distribución lograron adaptarse y la maquinaria siguió andando. 

Pero la COVID–19 alcanzó los sembradíos y las plantas de producción de carne. Y el gobierno no salió al rescate de estas personas que mantenían rodando nuestra subsistencia.  

El paquete de rescate a la economía por 2 billones de dólares no contempla a los inmigrantes indocumentados que, pese a esto, cumplen con labores declaradas como esenciales para la economía. 

En consecuencia, tanto el Department of Homeland Security como ICE tuvieron que publicar declaraciones ajustando la voracidad de sus medidas contra los migrantes a las necesidades concretas que la pandemia imponía. 

Los dueños de los campos extensivos en que migrantes –la mayoría de las veces indocumentados– trabajan sembrando y cosechando a mano les entregaron cartas recordando a los agentes de las fuerzas públicas que el Department of Homeland Security los había declarado como trabajadores esenciales y, en consecuencia, no sólo podían, sino que debían romper la cuarentena. 

ICE hizo público que pensaba concentrar sus esfuerzos en la captura exclusiva de quienes representaran un peligro vital para el orden público y que las personas indocumentadas no debían temer buscar ayuda médica, pues no iban a ejecutar operaciones en centros médicos de ninguna clase. 

Esto, en el fondo, también es una forma tácita de aceptar lo desmesurado de sus operaciones habituales. Y revela una dualidad muy problemática en Estados Unidos: los inmigrantes –legales o no– son esenciales por el tipo de trabajos que hacen, pero eso es un secreto a voces que no se va a reconocer porque hacerlo implica asumir una serie de modificaciones tanto en las normativas a la inmigración como a las condiciones sociales y económicas en que los agricultores hacen sus trabajos. 

 En la cuerda floja 

Proteger del coronavirus a los agricultores de Estados Unidos para que puedan seguir llevando a cabo sus labores ha implicado medidas como dejar más espacio entre uno y otro en las líneas de cultivos y hacer más cortos sus turnos de trabajo, de modo tal que pueda haber más turnos en el día y a su vez pasen menos horas expuestos a contagiarse por otras personas. 

Habilitar espacios para lavarse las manos con mayor frecuencia o distribuir tapabocas entre los agricultores también son medidas que han sido implementadas, si bien de forma menos frecuente. 

Algunos dueños empresas de agricultura, como Jim Cochran, que cultiva fresas, alcachofas y brócoli orgánicos, incluso dijo a sus trabajadores que seguiría pagándoles incluso durante tres semanas, si llegaran a incapacitarse por la COVID–19, según reportó el New York Times. Pero estas medidas de protección a los agricultores han sido casos aislados, si bien ejemplares, y han dependido unilateralmente de la bonhomía de personas particulares. 

Entre tanto, el recorte de horas de trabajo –medida que responde tanto a la necesidad de disminuir la exposición de los agricultores como a los reajustes en producción que han sido necesarios porque ni los restaurantes ni las escuelas están comprando alimentos– también ha implicado un recorte en sus ingresos, mientras que la necesidad de cumplir con los turnos de trabajo también ha impactado en la posibilidad que tienen para conseguir las provisiones necesarias. Idealmente, ambas cosas deberían ser compensadas por acciones estatales o federales. 

Isabel Morales –quien colaboró con el informe de Mijente “The impact of COVID-19 on Latinos in the U.S.– es una agricultora de origen mexicano, indocumentada, si bien lleva veinte años viviendo en Estados Unidos y es madre de tres hijos nacidos en Estados Unidos.

De los veinte años que lleva en Estados Unidos, durante dieciocho ha trabajado en el mismo sembradío de calabazas. “Aunque nos las arreglamos para mantener cierta distancia entre nosotros mientras trabajamos, no se nos proporciona ningún equipo de protección y lo que tenemos lo hemos comprado con nuestro propio dinero; y ahora muchas cosas se han agotado. Vivo a 20 minutos de los campos donde trabajo, lo que significa que mi único tiempo para comprar comida y provisiones para mi propia familia es después del trabajo y para entonces la mayoría de las cosas ya se han vendido” dice Morales. 

“Se me considera un trabajador esencial, pero como no tengo papeles, si me enfermo no tengo donde ir porque no tengo seguro médico. Si me despiden no tengo acceso a los recursos del gobierno” concluye con decepción. 

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Dar una mano​​​​​​​

Pese a que el gobierno federal no ha tomado medidas para apoyar a los agricultores de los que depende la supervivencia del país, la comunidad sí se ha arremangado y hay un conjunto de fondos de ayuda de origen privado que buscan ayudar a estos trabajadores esenciales con fondos de diversos alcances, distribuidos por el país.

Justice For Migrant Women (J4MW), Hispanics In Philanthropy y el National Center for Farmworkers Health se han unido para crear el Farmworkers Pandemic Relief Fund, que ya ha recaudado más de un millón y medio de dólares, de los tres millones que espera conseguir. Estos fondos se destinarán a aliviar el cubrimiento de gastos básicos como renta, gastos médicos, alimentación, pañales y leche en polvo para bebés. También empezaron la campaña #Masks4Farmworkes, que proporcionará miles de máscaras a agricultores y profesionales de la salud.

La PCUN (Pineros Campesinos Unidos del Norte) también han empezado un fondo de alivio con el que esperan auxiliar a 100 familias en Oregon. 

LUPE (La Unión del Pueblo Entero), fundada por César Chávez y Dolores Huertas ha empezado otro fondo que piensa entregar hasta 200 dólares, una única vez, por aplicación a trabajadores en el Valle del Río Grande.

La Casa Hogar y Nuestra Casa en Sunnyside han empezado otro fondo de alivio, para familias en el Valle de Yakima, en Washington, este fondo entregará entre 200 y 500 dólares por solicitud. 

Como estas iniciativas hay decenas más que ayudan a mantener la esperanza en que los trabajadores esenciales que son los agricultores recibirán algún apoyo, pero esto no resuelve el problema de fondo, que la pandemia sólo ha hecho más evidente, de cómo a los ojos del gobierno federal hay personas cuyos trabajos son esenciales, pero ellas no lo son suficientemente como para ser protegidas.