El chef de Cantina La Martina, catalizador de cambio en Kensington
El chef Dionicio Jiménez es finalista del premio al Mejor Chef del Atlántico Medio, además de un testimonio de lo que ha construido para la comunidad.
Hace poco más de dos años, la parada Somerset El, en Kensington, y su barrio circundante se convirtieron en el rostro de los efectos negativos de la pandemia del COVID-19, ya que SEPTA cerró la estación para reparar sus dos ascensores dañados por agujas desechadas, basura y orina.
Para los residentes, el cierre fue un ejemplo más de cómo los dirigentes de la ciudad los ignoraron y aislaron durante mucho tiempo, obligándolos a desplazarse a Allegheny o Huntington para tomar un tren que les llevara al trabajo o a cualquier otro lugar, y con muy poca antelación.
Es un relato que se repite con demasiada frecuencia en el barrio, que también se ha convertido en la zona cero de la batalla estadounidense contra la adicción a los opiáceos, aunque no es el único que existe allí.
Un punto positivo en Somerset
Han pasado dos años desde el cierre temporal, y los problemas persisten visiblemente, pero ahora también hay un punto positivo para todos los que se bajan en Somerset.
Los antes apagados paneles de madera gris mate de un bar cerrado hace tiempo en la esquina ahora son amarillo brillante con un ribete azul. A la izquierda de la entrada, a la vuelta de la esquina, hay también una colorida obra de arte en ladrillo, con una mujer ataviada con una llamativa máscara del Día de los Muertos como pieza central, que ofrece una pista de lo que cabe esperar tras las ventanas de cristal con botellas de Coca-Cola que se conservan de la versión anterior del edificio.
En lo alto de la entrada, cuelga el nuevo nombre de este refugio: Cantina La Martina.
Es la creación y el primer restaurante del chef mexicano Dionicio Jiménez, finalista del premio James Beard 2023 al Mejor Chef del Atlántico Medio. El reconocimiento no es solo por los giros auténticos y creativos que da a los platos mexicanos tradicionales de su infancia y de otros lugares, sino también por lo que aporta a la comunidad circundante en términos culinarios y culturales.
“Nadie habla de las familias, solo de las drogas y de la delincuencia de Kensington”, afirma el empresario. A ellos va dirigido el primer restaurante de Jiménez, que lleva 24 años gestándose.
Aprendiendo a cocinar en secreto
Como la mayoría de la comunidad mexicana del sur de Filadelfia, Jiménez es natural de San Mateo Ozolco, en Puebla (México). Allí, y desde muy temprana edad, puede recordar que la comida siempre formó parte integral de la vida: “Todas las mesas compartidas hacían de los días algo especial”. Ya fuera el desayuno, el almuerzo, la cena o una fiesta, la comida era lo que reunía a la familia para pasar el tiempo.
“Es una reconciliación”, dijo Jiménez sobre el poder de la comida para unir a la gente.
Era su abuela la que dirigía la cocina en las grandes reuniones, pero, más allá de ella, su madre y sus tías eran las jefas de la cocina familiar y de quienes el joven Dionicio recibiría sus primeras lecciones culinarias.
Observaba cómo preparaban michmole o mole poblano para celebraciones como Semana Santa, y nopales, salsa, tortillas frescas o frijoles cualquier día normal. A veces, Jiménez ayudaba trayendo ingredientes del huerto o de cualquier otra forma que pudiera estar en la cocina, sin enfrentarse al desprecio, pues, en aquella época, la preparación de la comida seguía siendo tarea de mujeres.
Aun así, Jiménez encontró la manera de aprender las mejores prácticas de su madre y sus tías: “Cada vez que aprendía, lo hacía a escondidas”, le contó a AL DÍA.
Aprendió el “respeto que uno le da a la comida” de su familia, pero también de las otras familias a las que se uniría en las cocinas de México y Filadelfia.
“Es como un ritual”, describió Jiménez la preparación de un plato. Advirtió que “no es solo juntar todo y cocinar, sino respetar cada parte individual de un plato”.
El mejor ejemplo que tiene de ello viene desde pequeño, cuando veía a su madre y a sus tías preparar mole. Su proceso duraba días, desde recoger los chiles hasta molerlos, asarlos y finalmente incorporarlos al plato al tercer o cuarto día.
De cocinero a friegaplatos y viceversa
El trabajo de Jiménez empezó a los 10 años, en diversos trabajos esporádicos en obras de construcción y similares, pero fue su labor en restaurantes lo que lo marcó. A los 14, empezó como friegaplatos y, con los años, fue ascendiendo de ayudante de camarero a chef ejecutivo en México.
Siempre dispuesto a aprender, Jiménez calificó el viaje como una buena experiencia porque “empecé a aprender cosas diferentes y a conocer a gente diferente”.
Fue un viaje que tendría que repetir al llegar a Filadelfia en 1998. Allí, aparte del frío y de la barrera del idioma (“En el 98, era difícil encontrar a alguien que hablara español”), Jiménez volvía a lavar platos en ChinChin, un restaurante de Center City, además de trabajar por las noches en Vetri Cucina.
Al principio, la nueva realidad le dejó un mal sabor de boca sobre Filadelfia, dada su experiencia previa en la cocina, pero le ayudó a convertirse de nuevo en una esponja para aprender todo lo posible y ascender en el escalafón: “Cuando llegué, no lo veía. Pero ahora merece la pena”, dijo.
Sus nuevos trabajos le pusieron en contacto con algunos de los mejores de Filadelfia como Philippe Chin, Marc Vetri, Jeff Benjamin, Michael Solomonov y, finalmente, Stephen Starr. Más allá de los líderes, Jiménez dijo que también aprendería de todos aquellos con los que trabajó en la cocina: “Fueron mis mentores, y todos los que se han cruzado en mi camino me han enseñado algo diferente a partir de sus propias experiencias”, afirmó.
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Una vez más, ascendió de lavaplatos a cocinero de preparación, a cocinero de línea, a jefe de estación, a jefe de cocina —primero en Xochitl, en el 2007— y, luego, a chef ejecutivo —en Starr’s El Vez, en el 2015.
Una plegaria pandémica atendida
En el camino, siempre soñó con tener un lugar propio. “Todos los chefs quieren tener su propio restaurante”, señaló. Su sueño siempre había ido por delante de Cantina La Martina.
En Xochitl, la experiencia fue como un curso intensivo para aprender a dirigir una cocina de forma eficaz. El Vez fue similar, pero con mucho trabajo.
Durante la pandemia, Jiménez pensó que tendría que dejar morir su sueño, pero su viejo amigo Edgar Ramírez, de Philatinos Radio, lo contactó con un prestamista que le ayudó a conseguir el dinero para adquirir la ubicación actual del restaurante.
El cambio que merece Kensington
“Sé que quiero cumplir mi sueño, pero...” fue lo primero que pensó Jiménez al ver en qué parte de Kensington se ubicaría su nuevo restaurante durante un tour de verano: en el corazón del barrio, bajo el Somerset El.
También recordó haber visto las tiendas de campaña a ambos lados de la calle donde vivía la gente y el diario sufrimiento humano.
Sus amigos también se apresuraron a intentar disuadirle de abrir bajo el Somerset El. “No lo hagas, no cojas este sitio. Es feo”, recordó Jiménez que le decían.
Casi funcionó, hasta que un día de otoño Jiménez llegó temprano a la ubicación y vio la cantidad de jóvenes del barrio de los alrededores que viajan a la escuela todos los días en el tren. Esa imagen cambió su perspectiva: “Siempre nos centramos en lo negativo cuando se trata de Kensington. Sí, hay una mala reputación de drogas y delincuencia, pero, aparte de eso, hay familias, niños y gente inocente. Nadie ve esto”.
Cantina La Martina abrió oficialmente sus puertas en febrero del 2022. Debe su nombre a la canción “La Martina” de Antonio Aguilar, ‘El Charro de México’, y a una película del mismo nombre. Ambas han seguido a Jiménez durante la mayor parte de su vida.
En poco más de un año, Cantina La Martina no solo se ha convertido en uno de los locales favoritos de los vecinos, sino de toda la ciudad. Cada día, más y más comensales curiosos se dirigen al restaurante a través del metro u otros medios de transporte.
La Fundación James Beard nominó a Jiménez Mejor Chef del Atlántico Medio en los Premios James Beard 2023, que reconocen cada año a los mejores chefs de Estados Unidos.
Su compatriota mexicana Cristina Martínez, de South Philly Barbacoa, fue galardonada con este premio el año pasado, lo que la catapultó a la fama nacional y mundial. Si Jiménez gana, no solo se beneficiará Cantina, sino también todo el barrio que la rodea, que, por una vez, necesita atención.
Eso ya ha empezado con artículos como este y muchos más que seguro vendrán, pero la esperanza de Jiménez es que la atención traiga algo más que cobertura de prensa: “Con la voz de la comida, con la voz de Cantina, las cosas empezarán a cambiar”.
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